Antonio Rivero Taravillo: Un tejedor de luces y sombras en la poesía contemporánea

Antonio Rivero Taravillo (Melilla, 1963 – Sevilla, 2025) representa una de esas figuras que, sin buscar el estruendo de la vanguardia ruidosa, han tejido un corpus poético de profundidad serena y rigor artesanal. Fallecido recientemente a los 62 años tras una lucha prolongada contra el cáncer, Taravillo deja un legado que trasciende los confines de la poesía pura para abarcar traducciones magistrales, biografías incisivas y ensayos que iluminan las grietas de la memoria humana. Su obra poética, en particular, se erige como un testimonio de la capacidad del verso para capturar lo efímero sin renunciar a la precisión formal, un equilibrio que evoca a maestros como Luis Cernuda —cuyo exilio interior él mismo escudriñó con maestría— o W.B. Yeats, cuya poesía tradujo con una fidelidad que rozaba la recreación. En un panorama poético español a menudo fragmentado entre el experimentalismo abstracto y el lirismo confesional, Taravillo opta por una vía intermedia: la transparencia deslumbrante, como él mismo la definía, «que dé en ella el sol y deslumbre».

Nacido en Melilla pero sevillano de adopción desde la infancia, Taravillo cursó Filología Inglesa en la Universidad de Sevilla, donde su pasión por las lenguas celtas (gaélico, galés) y la literatura irlandesa moldeó irrevocablemente su sensibilidad. Esta influencia no es meramente académica; impregna su poesía con un matiz de melancolía insular, de paisajes brumosos que contrastan con la luz meridiana de Andalucía. Su producción poética, que suma al menos diecisiete volúmenes, se inicia en 1989 con Bajo otra luz y culmina en 2025 con Un invierno en otoño, galardonado póstumamente con el XXV Premio de Poesía Paul Beckett. Entre sus obras más destacadas figuran El bosque sin regreso (2016), Luna sin rostro (Pre-Textos, 2024) y Los hilos rotos (Reino de Cordelia, 2022), que ilustra su maestría en hilos narrativos rotos pero reconectados por el ritmo. Estos libros no solo acumulan premios —como el I Premio Nacional de Poesía Lara Cantizani-Ciudad de Lucena por Los hilos rotos (2022) o el LIV Premio de Poesía Ciudad de Alcalá por Ahora (2023)—, sino que demuestran una evolución coherente: de la introspección luminosa de sus inicios a una madurez donde el tiempo y la pérdida se convierten en ejes centrales.

Desde el punto de vista temático, la poesía de Taravillo orbita alrededor de la fugacidad vital, el amor como herida abierta y la memoria como puente entre lo personal y lo universal. Influido por su devoción a Cernuda, explora el exilio no solo geográfico, sino emocional: el desarraigo del yo ante el paso inexorable del tiempo. En Luna sin rostro, por ejemplo, el poema «Tiempo» captura esta angustia con una economía verbal que recuerda a los sonetos de Shakespeare, a los que él mismo dedicó una traducción bilingüe definitiva: «Cuando no tiene a mano su reloj, / el tiempo / nos mira para así reconocer / su transcurso en la huella exacta en punto, / que nunca atrasa, / de todos sus estragos en nosotros». Aquí, el tiempo no es un ente abstracto, sino un observador cruel que «mira» y «reconoce», personificando la erosión del cuerpo y el alma. Esta imagen, precisa y punzante, evita el patetismo para optar por una lucidez que deslumbra, fiel a su ideal de poesía «transparente pero deslumbrante». Temas como el deseo y la traición, recurrentes en su obra, se entrelazan con ecos irlandeses: en Los fantasmas de Yeats (aunque novela, influye en su poesía), los espectros del pasado evocan la mitología celta, transformada en metáforas de ausencia. No es casual que su afinidad con Yeats —cuya Poesía reunida tradujo en 2010— se manifieste en un lirismo que conjuga lo mítico con lo cotidiano, como en los versos de El bosque sin regreso: «El bosque se cierra / como una mano que aprieta / el tallo de lo que fuimos», donde la naturaleza se vuelve agente de la pérdida, un motivo que resuena en la tradición romántica pero actualizado con una contención posmoderna.

Formalmente, Taravillo es un clasicista contemporáneo, un artesano del verso que domina la métrica tradicional sin caer en el academicismo estéril. Su predilección por el endecasílabo y el soneto —heredada de su labor traductora— le permite una musicalidad fluida, donde el ritmo no es adorno, sino vehículo de la emoción. En Los hilos rotos, los poemas se despliegan en secuencias fragmentadas que imitan el «hilo roto» del título, pero reconectados por rimas internas y aliteraciones sutiles: «Hilos que se deshacen / en el telar del viento, / tejen ausencias / que el tacto no alcanza». Esta estructura fragmentaria, que evoca el collage modernista sin su opacidad, permite una respiración pausada, invitando al lector a reconstruir el sentido. Críticos como los de Zenda han elogiado esta «música y hondura» al servicio de lo imprevisto, destacando cómo Taravillo «regresa a los temas de siempre desde ángulos imprevistos», evitando que los ritmos heredados apaguen la voz nueva. Sin embargo, no está exento de sombras: en etapas intermedias, como Lejos (2011), su economía verbal roza ocasionalmente la frialdad, priorizando la forma sobre la efusión emocional, lo que podría diluir el impacto en lectores menos pacientes. Aun así, esta contención es virtud en un contexto poético saturado de confesionalismo crudo.

El impacto de Taravillo en la literatura española contemporánea es innegable, aunque sutil, como el de un río subterráneo que nutre sin inundar. Su poesía no ha revolucionado paradigmas —no busca la ruptura radical de un Vallejo o un Oquendo de Amat—, pero ha enriquecido el canon con una voz que une tradición y cosmopolitismo, Sevilla e Irlanda, lo local y lo eterno. Como traductor, ha democratizado tesoros como los sonetos de Shakespeare o los poemas de Hopkins, ganando el Premio Andaluz a la Traducción Literaria en 2005. Sus biografías —Luis Cernuda: años españoles (1902-1938) (Premio Comillas 2008) y Cirlot. Ser y no ser de un poeta único (Premio Antonio Domínguez Ortiz 2016)— no solo rescatan figuras olvidadas, sino que iluminan la poesía con la empatía del biógrafo-poeta, revelando «contradicciones humanas» como el deseo reprimido de Cernuda. En el ámbito institucional, su dirección de revistas como Claros del Bosque o Estación Poesía, y su rol en la Feria del Libro de Sevilla (donde recibió su premio homónimo en 2011), lo convierten en un humanista generoso, un «puente» entre autores, como lo describen colegas en obituarios recientes.

En evaluación final, la calidad de Taravillo radica en su honestidad: una poesía que no grita, pero susurra verdades duras, con una maestría técnica que eleva lo cotidiano a lo perdurable. Su impacto, si bien no masivo, es profundo en círculos académicos y literarios, donde ha inspirado a una generación de poetas a valorar la traducción cultural como acto creativo. No es un gigante icónico, pero sí un faro discreto en la niebla posmoderna. En un mundo acelerado, su obra invita a la pausa reflexiva, recordándonos que, como en sus versos, «una vida / se va —se fue— en un suspiro». Descanse en paz el poeta que, hasta el final, tejió hilos de luz en la oscuridad.

Reseña generada mediante IA

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