¡Un año ya! Hace un año
de esa negra pesadilla,
en que al cerrarse sus ojos
para la noche infinita
abrió el puñal de la angustia
en mi pecho su honda herida,
que muerde y sangra implacable
y jamás se cicatriza.
Un año, en que para siempre
se cerraron sus pupilas,
flores del alma entreabiertas
al asombro de la vida,
como dos capullos tiernos
tronchados por la ventisca,
como dos estrellas mansas
que se quedaron dormidas.
Qué fría estaba su frente,
qué frías sus manecitas,
y qué frío el desconsuelo
de tu pena y de la mía!
Jesucristo, vi tu rostro
reflejado en su agonía.
Vi tu rostro que en la muerte
como un lirio florecía
sobre todos los dolores
de la vida.
¡Qué larga noche, Dios mío,
qué espantosa pesadilla!
La densa sombra de duelo
que las cosas envolvía
y se espesaba en el alma
y en el alma nos dolía,
no podía disipar
la pobre lámpara amiga
que nos prestaba, piadosa,
su humilde llama amarilla,
menos triste y menos pálida
que sus yertas manecitas.
Jesucristo, vi tu rostro
reflejarse en su agonía…
Eran de cera sus sienes
y de cera sus mejillas,
lirios de cera sus dedos
y de hielo por lo frías.
Ese hielo que me quema
y me emponzoña la herida,
que la ahonda y la revuelve
pero no la cicatriza.
Esta herida que hace un año
prendió como una flor maldita,
la noche en que para siempre
se durmieron sus pupilas.