La música, poeta.
Es la que paga todas
nuestras deudas, las adquiridas
y las que pueden venir.
Que no cojee la luz.
La música, poeta.
Es la que paga todas
nuestras deudas, las adquiridas
y las que pueden venir.
Que no cojee la luz.
Recuerdo que bajé las escaleras
de Montmartre cogido de su mano,
que crucé por el Río de la Plata
ceñido a su cintura,
que paseé por el puente de Brooklyn
con mi brazo en su hombro,
que en esos lugares la amé
colmado, gestatorio, originante.
Que en el pajar hallé la aguja
que ahora se me clava.
COMO TODOS LOS GÉMINIS
contradictorio y luminoso
un día me dijo
que no aguantara el dolor, que el dolor
que se aguanta apretando los dientes
se instala en el cerebro
como una sonata, como un poema,
como la tabla de multiplicar,
como el Credo o la Salve,
y que hay que combatirlo sin tregua
para que en la memoria no se cronifique.
Un dolor alquilado en todo caso,
como el que suele ocupar el amor
trágicamente llamado imposible,
a la larga sonrisa agradecida.
Un dolor que no ejerza, en excedencia,
que un día vuelve a la oficina,
al colegio, al trabajo, a una nostalgia
que tiene más de flauta que de padecimiento.
Para que así la tinta de escribir
dimita de ser sangre. Para
no acabar siendo un triste repescado
en el umbral del tanatorio.
*Extraído del libro “Nueva York después de muerto”.
El conserje de la casa en que vivo es de mi pueblo y, como yo, vino a Madrid hace ya muchos años. Por las mañanas me despierta con un largo lamento en el que caben el río, el castillo, las torres y su casa de entonces. En el patio debe estar su madre cosiendo esa nostalgia cana a cana, debe de estar su primera novia, sus juegos infantiles, los sueños por cumplir. Todo en ese quejido de luz y de misterio con que me despierta, con esa pena balsámica con que hace amanecer el mundo. Y tiene vida la muerte como cuando aún la noche muerde el alba.
Estremecido vi tu boca aprisa
y no era todo, pero era el ave.
Asombro fuiste, pero no es la clave.
Más he caído en mí que en tu sonrisa.
Venía yo de penitencia. Y misa
necesitaba. Y la cantaste suave
como la noche que, aunque duerma, sabe
que oficia, oficia, oficia, oficia, oficia.
De mi sorpresa se creó el diamante.
De tu repente, el rayo. Y con ojeras
pulido me quedé como quien jura.
Mas de lo que amo a mí hay un instante.
Un destello que resta sus maneras.
Una salud que tiene calentura.
Estaba el Este triste como un guía
sin voz. Por el Oeste de la raya
un niño le enviaba a la muralla
la redondez azul de su alegría.
La pelota botaba y se volvía.
Era lo mismo cuando en la batalla
un hermano lanzaba la metralla
al otro, sin saber lo que se hacía.
Los niños, desde el Este, en las ventanas
descorrían visillos y campanas
hasta que el corazón lloraba, ciego.
La pelota seguía rebotando.
El niño del Oeste estaba dando
a Alemania más pena con su juego.
El amor es una campana un segundo después
de ser tañida. Luego, se extiende el beso
por la luz, anida en ella, por ella
se proyecta en el aire igual que si salvara.
Y así se nos engaña a pesar de la flecha
que ha atravesado nuestro corazón.