Ropas con su olor
paños con su aroma.
Se alejó en su cuerpo,
me dejó en sus ropas.
lecho sin calor,
sábana de sombra.
Se ausentó en su cuerpo.
Se quedó en sus ropas.
Ropas con su olor
paños con su aroma.
Se alejó en su cuerpo,
me dejó en sus ropas.
lecho sin calor,
sábana de sombra.
Se ausentó en su cuerpo.
Se quedó en sus ropas.
Tocas un cuerpo, sientes su repetido temblor
bajo tus dedos, el cálido transcurrir de la sangre.
Recorres la estremecida tibieza,
sus corporales sombras, su desvelado resplandor.
No hay palabras. Tocas un cuerpo; un mundo
llena ahora tus manos, empuja su destino.
A través de tu pecho el tiempo pasa,
golpea como un látigo junto a tus labios.
Las horas, un instante se detienen
y arrancas tu pequeña porción de eternidad.
Fueron antes los nombres y las fechas,
la historia clara, lúcida, de dos rostros distantes.
Después, lo que llamas amor, quizá se torne forzada promesa,
levantado muro pretendiendo encerrar,
aquello que únicamente en libertad puede ganarse.
No importa, ahora no importa.
Tocas un cuerpo, en él te hundes,
palpas la vida, real, común. No estás ya solo.
El conserje de la casa en que vivo es de mi pueblo y, como yo, vino a Madrid hace ya muchos años. Por las mañanas me despierta con un largo lamento en el que caben el río, el castillo, las torres y su casa de entonces. En el patio debe estar su madre cosiendo esa nostalgia cana a cana, debe de estar su primera novia, sus juegos infantiles, los sueños por cumplir. Todo en ese quejido de luz y de misterio con que me despierta, con esa pena balsámica con que hace amanecer el mundo. Y tiene vida la muerte como cuando aún la noche muerde el alba.
Al amanecer,
cuando la dureza del día es aún extraña
vuelvo a encontrarte en la precisa línea
desde la que la noche retrocede.
Reconozco tu oscura transparencia,
tu rostro no visible,
el ala o filo con el que he luchado.
Estás o vuelves o reapareces
en el extremo límite, señor
de lo indistinto.
No separes
la sombra de la luz que ella ha engendrado.
emparedado en un silencio
de madrugadas sucias de envejecido origen
de un modo helado suele sonreír
festejando su hora de noches
horas con olor a mal habitada covacha
y a taxativa lucidez espiral
y a crimen nonato y a impúdico terror
hora de noches
horas temibles y preexistentes
como deseos abominables
horas como un horrendo lienzo por la pared
desde el que innominadas bestias
apostrofasen al espectador
horas de hora de noches
desperdicios mutantes de todo lo real
o almas incompetentes de la materia
sudor inconforme del tiempo
arrugas vejatorias de lo oscuro
simientes mal nacidas
voces agachadas y pétreas que destilan
sofocaciones y venganzas
noches agrias que escupen miseria a la cabeza
Tu destrucción se gesta en la codicia
de esta sed, toda tacto, asoladora,
que deshecha, no viva, te atesora
en el nimio caudal de la noticia.
Te miro ya morir en la caricia
de tus ecos, en esa ardiente flora
que, nacida en tu ausencia, la devora
para mentir la luz de tu delicia.
Pues no eres tú, fluente, a ti anudada.
Es belleza, no más, desgobernada
que en ti porque la asumes se consuma.
Es tu muerte, no más, que se adelanta,
que al habitar tu huella te suplanta
con audaces resúmenes de espuma.
Como estatuas de lluvia con los nervios azules
Secretos en sus leyes de llaves que abren túneles
Sucios de fuego y de cansancio reyes
Han guardado sus gritos ya no más
Cada uno en el otro engacelados
De noches tiernas en atroz gimnasio
Viven actos de baile horizontal
No camina de noche ya no más
Se rigen de deseo y no se hablan
Y no se escriben cartas nada dicen
Juntos se alejan y huyen juntos juntos
Ojos y pies dos cuerpos negros llagan
Fosforescentes olas animales
Se ponen a dormir y ya no más
Porque éramos amigos y, a ratos, nos amábamos;
quizá para añadir otro interés
a los muchos que ya nos obligaban
decidimos jugar juegos de inteligencia.
Pusimos un tablero enfrente;
equitativo en piezas, en valores,
en posibilidad de movimientos.
Aprendimos las reglas, les juramos respeto
y empezó la partida.
Hemos aquí hace un siglo, sentados, meditando
encarnizadamente
cómo dar el zarpazo último que aniquile
de modo inapelable y, para siempre, al otro.
Pasa el vértigo de ajenas corporaciones emplumadas para fiestas o iras de la selva. Pasa el dialecto. En tanto, el hilván hondo de la lengua lee en jazmín diminuto o en arena, deja el hervor tentante e imagina las simples, que relucen, espumas de la última ola. Y se encaja otra vez en el cóndilo, en lo exacto de la fatalidad.
III La boca en un rictus amargo. Una mirada de fiera, para colgar en el escueto retrato de los años. Me voy con ellas, a despertar al vivo y al muerto: Las Locas de Plaza de Mayo.