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Cotidiana llegada – María Beneyto

Estoy aquí.
Pasa. Un momento y termino.
Algo difícil sobre consonantes
absurdas… ¿Hace frío?
¿Hace amor, lluvia, viento?
¿Qué me traes?
¿Hemos tenido hijos
esta noche? Siéntate. ¿Puedes?
Quito libros, papeles. Como siempre
la invasión de las letras
que ya trepan, ¿las ves?,
por paredes y techos.

Tienes las manos pálidas
y en tu cara
amanece el cansancio.
Deja que también pasen
los árboles, contigo,
el bosque, el mar, las grandes cataratas.
Esa ardilla que tengo aquí,
en el hombro,
me cuchichea brisas
y los pájaros llenan
de insurrección la casa.
¿Quieres café, un zumo, coca-cola?
La silla tiene flojos
los huesos, has de perdonarla,
ya es vieja… (¿Un ave lira?
¿La flor del Paraíso
a punto ya de ser manzana?
¡Qué detalle!)
Quiero que estés contento
de mí. Escribo mucho.
Tanto como querías tú.
¿Qué ocurre?
La niebla se interpone, no te veo.
Los pájaros te ocultan
y esas ramas me vuelven
parte del bosque. Habla.
Que te oigan mis hojas.
Que mis ojos vegetales
te sepan cerca. Tengo nidos
en los brazos y el pelo.
Llega una taza de café volando
del comedor, y a la terraza
le nace un sauce, ese árbol triste,
ese árbol que llora.

Sonámbula – María Beneyto

Pasar cantando así, bajo la noche
como yo canto, como un ave ciega
que fuera hacia la luz por puro instinto,
¿os puede ser ofensa, compañeros?

Vosotros que vivís al borde mismo
del precipicio, que tenéis la casa
ya inclinada del lado del vacío,
¿perdonaréis que cante en esta hora?

Yo me inclino también. Pero no temo.
Allá en mi densa flora voy dormida
encerrada en paisajes de cretona
como en reales, sólidas prisiones.

No me digáis que entierre también esto
–la sencilla y absurda melodía
que me queda– después de darles tierra
a tantas hermosuras derruidas.

Mi canto es la primera voz del agua
corriendo entre las hierbas y las piedras.
No sabe detenerse, no se acaba.
Fluye, como yo fluyo en su corriente.

Estoy recuperando del olvido
el nombre primitivo de la vida.
Canto las cosas y los seres hondos
que no poseen voz o la perdieron.

¿Me oís cantar, sonámbula, en la noche
todavía rayada por la luna
segura, solitaria y aislada
con la voz de algún pájaro en desvelo?

Hasta el final he de cantar. Dormida.
Yo pasaré afirmándome tan sólo
por esta voz que me sostiene y guía,
delgada voz de amor fosforescente.

Y hasta en el caos, si es que el caos llega,
dejaré en la canción mi señal viva
como medida de esto inagotable
que en humano llamamos esperanza.