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Luna de los amores – Leopoldo Lugones

Desde que el horizonte suburbano,
El plenilunio crepuscular destella,
En el desierto comedor, un lejano
Reflejo, que apenas insinúa su huella.
Hay una mesa grande y un anaquel mediano.
Un viejo reloj de espíritu luterano.
Una gota de luna en una botella.
Y sobre el ébano sonoro del piano,
Resalta una clara doncella.

Arrojando al hastío de las cosas iguales
Su palabra bisílaba y abstrusa,
En lento brillo el péndulo, como una larga fusa,
Anota el silencio con tiempos inmemoriales.

El piano está mudo, con una tecla hundida
Bajo un dedo inerte. El encerado nuevo
Huele a droga desvanecida.
La joven está pensando en la vida.
Por allá dentro, la criada bate un huevo.

Llena ahora de luna y de discreta
Poesía, dijérase que esa joven brilla
En su corola de Cambray, fina y sencilla,
Como la flor del peral. ¡Pobre Énriqueta!

La familia, en el otro aposento,
Manifiéstame, en tanto, una alarma furtiva.
Por el tenaz aislamiento
De esa primogénita delgada y pensativa.
«No Prueba bocado. Antes le gustaba el jamón.»
«Reza mucho y se cree un cero a la izquierda. »
«A veces siente una puntada en el pulmón.»
-Algún amor, quizá, murmura mi cuerda
Opinión…

En la obscuridad, a tientas halla
Mi caricia habitual la cabeza del nene…
Hay una pausa.
Pero si aquí nadie viene
Fuera de usted», dice la madre. El padre calla.
El aire huele a fresia; de no sé qué espesuras
Viene, ya anacrónico, el gorjeo de un mirlo
Clarificado por silvestres ternuras.
La niña sigue inmóvil, y ¿por qué no decirlo?
Mi corazón se preña de lágrimas obscuras.

No; es inútil que alimente un dulce engaño;
Pues cuando la regaño
Por su lección de inglés, o cuando llévola
Al piano con mano benévola,
Su dócil sonrisa nada tiene de extraño.

«Mamá, ¿qué toco?», dice con su voz más llana;
«Forget me not?…». y lejos de toda idea injusta:
Buenamente añade: «Al señor Lugones le gusta.»
Y me mira de frente delante de su hermana.

Sin idea alguna
De lo que pueda causar aquella congoja
-En cuya languidez parece que se deshoja-
Decidimos que tenga mal de luna.
La hermana, una limpia, joven de batista,
Nos refiere una cosa que le ha dicho.
A veces querría ser, por capricho,
La larga damisela de un cartel modernista
Eso es todo lo que ella sabe; pero eso
Es poca cosa
Para un diagnóstico sentimental. ¡Escabrosa
Cuestión la de estas almas en trance de beso!
Pues el «mal de luna», como dije más arriba,
No es sino el dolor de amar, sin ser amada.
Lo indefinible: una Inmaculada
Concepción, de la pena más cruel que se conciba.

La luna, abollada
Como el fondo de una cacerola
Enlozada.
Visiblemente turba a la joven sola.
Al hechizo pálido que le insufla,
Lentamente gira el giratorio banco;
y mientras el virginal ruedo blanco
Se crispa sobre el moño rosa de la pantufla.
Rodeando la rodilla con sus manos, unidas
Como dos palomas en un beso embebecidas,
Con actitud que consagra
Un ideal quizá algo fotográfico,
La joven tiende su cuello seráfico
En un noble arcaísmo de Tanagra.

Conozco esa mirada que ahora
Remonta al ensueño mis humanas miserias.
Es la de algunas veladas dulces y serias
En que un grato silencio de amistad nos mejora.
Una pura mirada,
Suspensa de hito en hito.
Entre su costura inacabada
y el infinito…

Paseo sentimental – Leopoldo Lugones

Íbamos por el pálido sendero
hacia aquella quimérica comarca,
donde la tarde, al rayo del lucero,
se pierde en la extensión como una barca

Deshojaba tu amor su blanca rosa
en la melancolía de la estrella,
cuya luz palpitaba temerosa
como la desnudez de una doncella.

El paisaje gozaba su reposo
en frescura de acequia y de albahaca
Retardando su andar, ya misterioso,
lenta y oscura atravesó la vaca.

La feliz soledad de la pradera
te abandonaba en égloga exquisita
y el vibrante silencio sólo era
la pausa de una música infinita.

Púsose la romántica laguna
sombríamente azul, más que de cielo,
de serenidad grave, como una
larga quejumbre de «violoncello»,

La ilusión se aclaró con indecisa
debilidad de tarde en tu mirada,
y blandamente perfumó la brisa,
como una cabellera desatada.

La emoción del amor que con su angustia
de dulce enfermedad nos desacerba,
era el silencio de la tarde mustia
y la piedad humilde de la hierba.

Humildad olorosa y solitaria
que hacia el lívido ocaso decaía,
cual si la tierra, en lúgubre plegaria,
se postrase ante el cielo en agonía.

Al sentir más cordial tu brazo tierno,
te murmuré, besándote en la frente,
esas palabras de lenguaje eterno,
que hacen cerrar los ojos dulcemente.

Tus labios, en callada sutileza,
rimaron con los míos ese idioma,
y así, en mi barba de leal rudeza,
fuiste la salomónica paloma.

Ante la demisión de aquella calma
que tantos desvaríos encapricha,
sentí en el beso estremecerse tu alma,
al borde del abismo de la dicha.

Mas en la misma atónita imprudencia
de aquel frágil temblor de porcelana,
a mi altivez confiaste tu inocencia
con una fiel seguridad de hermana,

y de mi propio triunfo prisionero,
me ennobleció la legendaria intriga
que sufre tanto aciago caballero
portante el mal de rigorosa amiga.

Sonaba aquel cantar de los rediles
tan dulce que parece que te nombra,
y florecía estrellas pastoriles
el inmenso ramaje de la sombra.

La noche armonizábase oportuna
con la emoción del cántico errabundo,
y la voz religiosa de la luna
iba encantando suavemente al mundo.

Sol del ensueño, a cuya magia blanca
conservas, perpetuado por mi afecto,
el azahar que inmarcesible arranca
la novia eterna del amor perfecto.

Tonada montañesa que atestigua
una quejosa intimidad de amores,
apalabrando con su letra antigua
«El dulce lamentar de dos pastores».

Y vino el llanto a tu alma taciturna,
en esa plenitud de amor sombríos
con que deja correr la flor nocturna
su venturoso exceso de rocío;

desvanecida de tristeza, cuando
pues, ¡quién no sentirá la paz agreste
un plenilunio lánguido y celeste
cifre el idilio en que se muere amando!

Bajo esa calma en que el deseo abdica,
yo fui aquel que asombró a la desventura,
ilustre de dolor como el pelícano
en la fiera embriaguez de su amargura.

Así purificados de infortunio,
en ilusión de cándida novela,
bogamos el divino plenilunio
como debajo de una blanca vela.

Íbamos por el pálido camino
hacia aquella quimérica comarca,
donde la luna, al dejo vespertino,
vuelve de la extensión como una barca.

Y ante el favor sin par de la fortuna
que te entregaba a mi pasión rendida,
con qué desgaire comulgué en la luna
la rueda de molino de la vida.

Difluía a lo lejos la inconclusa
flauta del agua, musical delirio;
y en él embebecida mi alma ilusa,
fue simple como el asno y como el lirio.

Sonora noche, en que como un cordaje
la sombra azul nos dio su melodía.
Claro de luna que, al nupcial viaje,
alas de cisne en su blancura abría…

Aunque la verdad grave de la pena
bien sé que pronto los ensueños trunca,
cada vez que te beso me enajena
la ilusión de que no hemos vuelto nunca.

Porque esa dulce ausencia sin regreso,
y ese embeleso en victorioso alarde,
glorificaban el favor de un beso,
una tarde de amor… Como esa tarde…

La blanca soledad – Leopoldo Lugones

Bajo la calma del sueño,
Calma lunar de luminosa seda,
La noche
Como si fuera
El blanco cuerpo del silencio,
Dulcemente en la inmensidad se acuesta…
Y desata
Su cabellera,
En prodigioso follaje
De alamedas.

Nada vive sino el ojo
Del reloj en la torre tétrica,
Profundizando inútilmente el infinito
Como un agujero abierto en la arena.
El infinito,
Rodado por las ruedas
De los relojes,
Como un carro que nunca llega.

La luna cava un blanco abismo
De quietud, en cuya cuenca
Las cosas son cadáveres
y las sombras viven como ideas,
y uno se pasma de lo próxima
Que está la muerte en la blancura aquella.
De lo bello que es el mundo
Poseído por la antigüedad de la luna llena.
y el ansia tristísima de ser amado,
En el corazón doloroso tiembla.

Hay una ciudad en el aire,
Una ciudad casi invisible suspensa,
Cuyos vagos perfiles
Sobre la clara noche transparentan.
Como las rayas de agua en un pliego,
Su cristalización poliédrica.
Una ciudad tan lejana,
Que angustia con su absurda presencia.

¿Es una ciudad o un buque
En el que fuésemos abandonando la tierra.
Callados y felices,
y con tal pureza,
Que sólo nuestras almas
En la blancura plenilunar vivieran?…

Y de pronto cruza un vago
Estremecimiento por la luz serena.
Las líneas se desvanecen,
La inmensidad cámbiase en blanca piedra,
y sólo permanece en la noche aciaga
La certidumbre de tu ausencia.

Amor eterno – Leopoldo Lugones

Deja caer las rosas y los días
una vez más, segura de mi huerto.
Aún hay rosas en él, y ellas, por cierto,
mejor perfuman cuando son tardías.

Al deshojarse en tus melancolías,
cuando parezca más desnudo y yerto,
ha de guardarte bajo su oro muerto
violetas más nobles y sombrías.

No temas al otoño, si ha venido.
Aunque caiga la flor, queda la rama.
La rama queda para hacer el nido.

Y como ahora al florecer se inflama,
leño seco, a tus plantas encendido,
ardientes rosas te echará en la llama.