El primer conejo blanco que recuerdo fue una cría de gorrión
que nos cayó del cielo.
Era la época de la ductilidad y el miedo a la cicatriz:
cualquier duda de fe,
la varicela o el amor, podían dejarnos marca.
Las monaguillas lo metimos, igual que en un sagrario,
entre algodones, en una caja de quesitos,
dándole de rezar migas de pan.
Según cuenta la Biblia, le crecieron las alas esa noche:
el conejo debía ver el mar y nosotras debíamos
ser solas.
Por eso nos tocó, cada verano en fiestas de nuestra adolescencia,
el cordero blanquísimo en la rifa.
Les fabricábamos biberones con botellas
de Coca-Cola. Supimos, a cambio, de la higiene
sentimental del topetazo.
Y el balido,
a trotar en la búsqueda y no apartar
el llanto cuanto ante ti degüellen lo que amas.
Devorar, caníbales en defensa propia,
devorar el dolor
crudo que nos devora.