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Manuales heredados – Bibiana Collado Cabrera

MANUALES heredados de padres
y abuelos de otros.
Los míos estaban en el campo,
el esparto no llegó a absorber la tinta.

Hubiera querido que la inocencia
de nuestras cartulinas de colores
hubiera sido izada con las cañas
usadas para varear los almendros.

Pero el cerro es ya una piedra
donde sentarse a inventarnos los ayeres.
Las lindes no se aprecian desde el llano.

El sol de este domingo no refulge.
Sentados en el parque distinguimos
las urnas-dormitorio donde acecha
la verdad proclamada de la infancia.

Pequeña maraña – Bibiana Collado Cabrera

LA pequeña maraña nerviosa
de mi cuerpo colapsa.

Desde niña, el aire se me quiebra
en la boca y los ojos
rompen en mil pedacitos
las formas que me rodean.

Cuando deseo muy fuerte,
ese minuto, justo antes,
cuando retrasas el momento
de leer el mensaje, de apagar
la luz, de guardar por fin aquel
vestido en el armario.

Cuanto mayor es la certeza
de la futura herida,
más honda es la ceguera del sonido,
más oscura la cueva que lo alberga.

Y a veces, la imagen se ha enturbiado
de tal modo que, aunque no me espere
el filo hundido en la otra parte,
tardo más tiempo del que debo
en recomponer los prismas del mundo.

Por eso, retraso el momento de bajar
y espero a que el vagón se vacíe
mientras recompongo la forma
de mi abrigo, con la misma ansiedad
con la que recompondré el mundo
cuando baje y no te vea en la salida.

Surcos – Bibiana Collado Cabrera

Todavía noto, a veces,
el terror opaco a no saber
de qué canción hablabas,
a no haber visto la película
correcta,

a no reconocer un nombre propio
en mitad de una conversación.

Esa duda honda y ruidosa
de los que aún sienten
la extrañeza del lenguaje,
aunque haga mucho
que volvieron a casa.

Y percibo los surcos en la superficie,
imperfecta, incapaz de adherirse
a un mundo que siempre está
en otra parte.

El temor a ser descubierta,
a que el habla se me resquebraje.

Tú no lo sabes. Yo no lo sabía entonces
pero te escogí para que sospecharas.

Fracasadas todas las tentativas,
vivo el colapso del referente
y de mi cuerpo,
entrenado en el gesto mínimo,
en la contención de los músculos.

Cansada de producirme en símbolos ajenos,
decido que la niñez es intransferible
y que tengo muchas cosas que explicarte.

Mimo – Bibiana Collado Cabrera

Ganarle el espacio
al tiempo que resta,
aquietar durante unos segundos
la permanencia vibrante
del duelo.
Lograr que no lo logren:
llamar espina a la espina,
sin placer, sin oro agudo.
Acabar con esta fascinación hipnótica
hacia la superficie quemada. Debería,
rota la cuerda ̶ lo sé, hace tanto ̶ ,
dejar que devenga la no-paz del silencio.
Pero a ti no voy a mentirte
a estas alturas.
Cultivo con detalle y mimo
un daño obsoleto.

María – Bibiana Collado Cabrera

Cada mañana el mundo aparece blanco
y ella emprende con ahínco la tarea
de volver a crearse en el lenguaje.
Recompuestos unos pocos nombres,
adjudica a cada objeto un uso,
incluido su propio cuerpo.

Lo cotidiano se ha convertido
en perturbadoramente extraño.

Desconcertada,
se acerca a cajones y baúles
y palpa los restos de los ajuares
que las hijas no quisieron llevarse
‒ni hablamos, por supuesto, de las nietas‒.
Mientras tanto, Marta, que permanece
y la cuida, busca con obsesión
la dignidad en la limpieza.

La niñez, altiva, es la única
que persevera en su memoria.
Aunque nadie sabe a ciencia cierta
si el José de sus murmullos llegó
por fin a la ermita o si su padre
partió el cayado contra la higuera.

Los Cuerpos – Bibiana Collado Cabrera

Tus rodillas

La bisagra de mi alma está en tus rodillas,
las ansias se me pliegan sobre tus talones,
violáceos, eternos, anclados…
quebrada la espera resbala por tus muslos,
genuflexión de carne, amarilla,
expectante,
la vida doblada junto a tus piernas,
rugosa y manchada de café.

Tus muñecas

Tus muñecas como un estigma de agua,
el brumoso susurro de tus capilares
corriéndome por las sienes,
dejando un reguero de humedad palpitante,
convirtiendo el movimiento de rotación en diluvio,
me aspiras cuando se mueven
tus dedos en aspersión.

Tu garganta

Tu garganta, desgajada y roja,
se me derrama manchándome la cara,
salpicando las neuronas,
dejándome trémulos resquicios de silencio
entre las arrugas,
mis poros exhuman el espacio en blanco de tus versos,
tu recuerdo es asmático.

Tu nuca

Tu nuca es un ruido que
interfiere con la lavadora cada tarde
(quizá la oreja la esté
oyendo desde el salón),
se expande y se concentra
a intervalos casi perfectos,
un aceite pétreo
que me desencaja la vista,
mientras sigo con la ropa sucia.

Tu hombro

Tu hombro se inflama lentamente, junto a las violetas.
Esta mañana, mientras regaba las plantas,
un azufre vidrioso se me ha colado
por las costillas, en un rincón
seguía él, ardiendo imperceptiblemente.

Las manos – Bibiana Collado Cabrera

I

Las manos de mi madre
tienen el olor ácido
de las naranjas –y las uñas negras–.
Quince minutos de descanso.
Un termo de café.
Cuatrocientas mujeres en una nave
industrial apilando cítricos.
Tienen el olor de lo casi podrido
y recolocan con prisa las sábanas,
temerosas de corromper
la niñez con el aliento exhausto
de los días.
En los recuerdos infantiles,
mi madre no tiene manos.
Y las fotografías obturan
la aspereza y las astillas
de los cajones.
También para ella,
crecer era escapar del escozor.
Tiempo de madrugadas escarchadas
donde miedo de madre y de hija
se confunde.

II

Fingimos haber coincidido
en algún punto de la edad adulta.
Fingimos que mi padre
es cualquier hombre y no entendemos
por qué ellos duermen plácidamente
mientras nosotras velamos.
Fingimos complicidad y, a veces,
hasta nos la creemos.
Pero el peso es demasiado grande.
Pagamos el café y nos vamos,
antes de que alguna de las dos
exhiba demasiado su tristeza
y no podamos evitar sentir
que algo hemos hecho mal.

III

Yo vuelvo de vez en cuando a casa
e intento devolverle
las manos a mi madre.
Recuerdo con ella aquel tiempo,
ya sin madrugadas escarchadas,
y difumino con paciencia el escozor.
Hoy preparamos juntas la ropa de cama
para la enfermedad venidera
y nos miramos, en silencio,
sin atrevernos a preguntar
si estaremos a la altura.
Otra vez los miedos confundidos.
Quizá ahora, al menos, lo sepamos.