Aquí cada tarde se llevan los bancos
y nunca encienden las farolas.
Los jaramagos mueren de lepra
entre las ortigas densas
y el paisaje agoniza en la luz
quemada de los cementerios dormidos.
Es muy posible, justamente lo es,
que después de esta hora
el sol se serene
y venga de nuevo una noche madura,
desnuda por el mar,
a traer la soledad
de las lápidas blancas
y el lamento lejano
de un fado en el crepúsculo.
La sal ha secado el terreno
adonde sólo llega el bronce
multiplicado y roto de las campanas,
el gesto de arena de la melancolía,
las alas crujientes de los pájaros muertos.
Aquí nunca encienden las farolas,
y el viento seco del desamparo
aúlla como un lobo solitario
y perdido
entre el salicor y las piedras.
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Poética – Juan José Vélez Otero
Conozco a algunos.
Escriben solos en la penumbra,
callados en la derrota,
en el lugar vacío, en el hueco
inmenso de un útero inservible y yermo.
Son los desconocidos, los olvidados, los parias.
Ni siquiera son malditos.
No hablan del bote de champú,
no hablan del paquete de Marlboro,
ni del yogur de la merienda,
ni del taxi que tomaron esta tarde
para volver del dentista.
Son los inadaptados.
Ya creo haber dicho que habitan un lugar,
un lugar vacío al amor de la sombra.
Jamás visitaron la Corte, no conocieron mecenas
ni frecuentaron fiestas de gozos académicos.
Tampoco tertulias ni guateques locos
de triunfadores clónicos.
Cuando trabajan, sueñan.
Esclavos de la letra, de otras actividades comen,
y cuando les dejan se ayuntan,
y al final
en el olvido mueren.
Conozco a algunos.
No son gregarios.