¿Te imaginas, amor?
Tus nietos, tus parientes,
y en el último asiento una hermosa muchacha
iluminado el arco de sus blancas axilas
por la luz de tus ojos.
Vendrán los oradores y hablarán de tu ingenio,
de tus muecas feroces,
de las horas amables en que ocupabas sitios,
lugares acordados.
Hablarán de tus gestos,
de tu bufanda oscura,
del inconstante deleite de tu boca,
del mar que te ocupaba los momentos felices.
Llorarán los acólitos,
las vírgenes de plomo,
los ángeles de cera…
Y nunca sabrá nadie que me he muerto contigo.
Me hundo y luego vuelvo a renacer de nuevo.
No pueden las tormentas con mi rostro y su pena.
Derivo mar adentro.
Me tragan los abismos
y resurjo de nuevo sobre el mar y las olas.
Yo soy insumergible.
Como esos mascarones de los barcos antiguos
que navegan soberbios del tajamar en lo más alto.
Por eso a sus amigos les dice casi siempre sin temor a equivocarse
que la imagen constante e invariable del mundo nunca fue la redonda.
Que el universo tiene la curva exacta de su patio
(los árboles son frases referidas:
«más grandes», «menos verdes», «más altos»
que esa larga palmera que cubre su ventana)
que quiera o no lo quiera,
el mundo tiene aspecto de almendra, de dátil, de guayaba.
Poesía de todas la épocas y nacionalidades