Fundida ya la escarcha blanca,
Y desvalorizados todos los sueños verdes
Tras un día de escaso trabajo,
El tiempo recobra el sentido para esta sucia ramera:
Su mero rumor se apodera de nuestra calle
Hasta que todos los hombres,
Rojos, pálidos u oscuros,
Se giran a mirar su andar desgarbado.
Fíjate —me lamento—, esa boca
Atrajo la violencia sobre sí,
Esa cara cosida,
Torcida con un moretón, un golpe, una cicatriz
Por cada año de perros.
Por ahí no va ni un solo hombre
Capaz de ahorrar aliento
Para enmendar con una marca de amor la desagradable mueca
Que, saliendo de esa negra laguna, zanja y taza,
Busca algo en el interior de mis ojos
Más castos.
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La feria de la vanidad – Sylvia Plath
Cruzando un paisaje densamente helado,
Esta bruja avanza oculta, con los dedos encorvados,
Como sorprendida en un medio peligroso que,
Por el mero hecho de prolongarse,
Podría atarla al firmamento.
En el ángulo envidioso de su ojo,
Las patas del cuervo imitan las nervaduras de la hoja manchada;
La fría mirada de reojo roba su color al cielo; mientras el rumor
De las campanas convoca a los devotos, la lengua
De la bruja increpa al cuervo
Que corta el pelaje del aire
Por encima del muladar de su cráneo; no hay cuchillo
Que pueda rivalizar con esa aguzada vista que adivina que la vanidad
Acecha a las muchachas sencillas, devotas de la iglesia,
Y que el horno del corazón
Anhela más que nada cocer una masa
Preparada para extraviar a cualquier boba enamoriscada,
Dispuesta a derrochar, por una baratija,
Durante las horas del búho, en una cama de helechos,
Su carne impenitente.
Contra los rezos de las vírgenes,
Esta hechicera sabe poner suficientes espejos
Como para distraer al pensamiento de la belleza;
Las enfermas de amor gustan al principio de la canción,
Las chicas vanas se sienten impulsadas
A creer que no existen más llamas
Que las que inflaman su corazón, y que no hay libro que demuestre
Que el sol eleva el alma, una vez cerrados los párpados;
Por eso lo legan todo al rey de la negrura.
La peor de las cerdas
Rivaliza con la mejor de las reinas
Sobre el derecho a proclamarse la esposa de Satán;
Alojados en la tierra, esos millones de novias acaban dando alaridos.
Algunas arden rápido, otras, más despacio,
Atadas a la estaca del aquelarre del orgullo.
El Coloso – Sylvia Plath
Nunca he de conseguir repararte del todo,
Armado, pegado y propiamente ensamblado.
Rebuznos, gruñidos y cacareos indecentes
Emanan de tus enormes labios.
Es peor que en un corral.
Quizás te consideras a ti mismo un oráculo,
Vocero de los muertos o de uno que otro dios.
Treinta años ya he trabajado
Para dragar el sedimento de tu garganta.
No he aprendido nada.
Trepando pequeñas escaleras con botes de pegamento y baldes de Lysol
Me arrastro cual hormiga enlutada
Sobre la extensa maleza de tu ceño
Para arreglar tus inmensas placas craneales y limpiar
Los blancos, desnudos túmulos de tus ojos.
Un cielo azul sacado de la Orestiada
Se arquea sobre nosotros. Oh padre, enteramente tú mismo
Eres tan sentencioso y antiguo como el Foro Romano.
En una colina de cipreses negros saco mi almuerzo.
Tus huesos acanalados y tu cabello de acanto están desordenados
En su anciana anarquía hasta el horizonte.
Tomaría más que la caída de un rayo
Para producir una ruina tal.
Por las noches, me encuclillo en la cornucopia
De tu oreja izquierda, alejada del viento,
Contando las estrellas rojas y esas otras del color de las ciruelas.
El sol sale bajo el pilar de tu lengua.
Mis horas están amarradas a la sombra.
Ya no escucho más que el rasguño de una quilla
Contra las piedras lisas del embarcadero.
Cruzando el agua – Sylvia Plath
Lago negro, bote negro, dos personas recortadas en papel negro.
¿Adónde van los árboles negros que beben aquí?
Sus sombras deben cubrir Canadá.
Entre las flores acuáticas se filtra algo de luz
Sus hojas no quieren apurarnos:
son redondas, planas y están llenas de avisos oscuros.
Del remo se sacuden mundos fríos.
El espíritu de la negrura está en nosotros, en los peces.
Un tronco levanta una mano pálida para decir adiós.
Las estrellas se abren entre los lirios.
¿No te encandilan sirenas tan inexpresivas?
Este es el silencio de las almas absortas.
La otra – Sylvia Plath
Llegas tarde, lamiéndote los labios.
¿Qué dejé intacto en el umbral:
blanca Niké,
aullando entre mis muros?
Sonrientemente, azul relámpago
aceptas, como escarpia, el gravamen de sus partes;
Favorecido de la Policía, lo confiesas todo.
Cabello lúcido, limpiabotas, plástico viejo,
¿tan intrigante es mi vida?
¿Por eso agrandas tus ojeras?
¿Es por eso por lo que se alejan las motas de aire?
No son motas de aire, sino corpúsculos.
Abre tu bolso. ¿Qué es ese hedor?
Es tu calceta, asiéndose
asiduamente a sí misma,
son tus dulces pegajosos.
Tengo tu cabeza contra mi pared.
Cordones umbilicales, azulrojizos, lácidos,
chillan desde mi vientre, cual flechas, y cabálgolas.
O luz lunar, o enferma,
los caballos robados, las fornicaciones
circulan útero marmóreo.
¿A dónde vas
sorbiendo aire como kilómetros?
Lloran oníricos adulterios
sulfúricos. Cristal frío, ¿cómo
te introduces entre yo misma
y yo misma? Araño como un gato.
La sangre que fluye es fruta mate:
un efecto, un cosmético.
Sonríes.
No, no es mortal.
Lady Lázaro – Sylvia Plath
Lo he hecho otra vez.
Un año en cada diez
Lo consigo——
Una especie de milagro andante, mi piel
Brillante como la pantalla de una lámpara nazi
Mi pie derecho
Un pisapapeles,
Mi rostro un fino lino judío,
Sin rasgos.
Pélame de este paño
Oh mi enemigo.
¿Te aterrorizo?——
¿La nariz, las cuencas de los ojos, las dos hileras de dientes?
Este aliento agriado
Se desvanecerá en un día.
Pronto, pronto la carne
Devorada por el sepulcro severo estará
De nuevo acomodada en mí
Y por eso soy una mujer sonriente.
Solamente tengo treinta años
Y como el gato tengo siete veces para morir.
Ésta es la Número Tres.
Qué basura
El aniquilar cada década.
Qué infinidad de filamentos.
La multitud comedora de maní
Se empuja para verlos
Desenvolver mis manos y pies——
El gran desnudo.
Caballeros, damas
Éstas son mis manos
Mis rodillas.
Quizás yo sea carne y hueso,
Sin embargo soy la misma, idéntica mujer.
La primera vez que sucedió yo tenía diez años.
Fue un accidente.
La segunda vez estaba decidida
A durar hasta el final y no regresar nunca.
Meciéndome me cerré
Como una concha de mar.
Tuvieron que llamarme y llamarme
Y quitarme los gusanos de encima como perlas viscosas.
Morir
Es un arte, como todo lo demás.
Yo lo hago excepcionalmente bien.
Yo lo hago de manera tal que se sienta infernal.
Yo lo hago para que se sienta real.
Supongo que podrían decir que tengo una vocación.
Es tan fácil como para hacerlo en una celda.
Es tan fácil como para hacerlo y quedarse quieto.
Es el teatral
Regreso a plena luz del día
Al mismo lugar, la misma cara, el mismo grito
Salvaje y entretenido:
‘¡Un milagro!’
Lo que me trastorna.
Hay un precio
Por mirar mis cicatrices, hay un precio
Por escuchar mi corazón
Que realmente avanza.
Y hay un precio, un muy alto precio
Por una palabra o un toque
O un poco de sangre
O un pedazo de mi ropa o un mechón de mi cabello.
Entonces, Herr Doktor.
Entonces, Herr Enemigo.
Yo soy tu opus,
Yo soy tu joya,
El puro bebé de oro
Que se derrite hasta un chillido.
Yo me vuelvo y me quemo.
No pienses que menosprecio tu gran preocupación.
Cenizas, cenizas——
Tú atizas y hurgas.
Carne, hueso, no hay nada allí——
Una barra de jabón,
Un anillo de bodas,
Un empaste de oro.
Herr Dios, Herr Lucifer
Cuidado
Cuidado.
De entre las cenizas
Me elevo con mi cabello rojo
Y devoro hombres como al aire
Canción de amor de una muchacha loca – Sylvia Plath
Cierro los ojos y el mundo entero perece;
Levanto los párpados y todo vuelve a nacer.
(Creo que te inventé dentro de mi mente.)
Las estrellas salen valseando en azul y rojo,
Y una arbitraria negrura entra galopando:
Cierro los ojos y el mundo entero perece.
Soñé que me hechizabas hasta tu cama
Y enfebrecido de luna cantabas, locamente me besabas.
(Creo que te inventé dentro de mi mente.)
Dios se tambalea desde el cielo, los fuegos del infierno se desvanecen:
Salen los serafines y los hombres de Satán:
Cierro los ojos y el mundo entero perece.
Gustaba de pensar que regresarías como dijiste,
Pero envejezco y me olvido de tu nombre.
(Creo que te inventé dentro de mi mente.)
Debí haber amado al Ave de Trueno en vez;
Al menos con la primavera entre rugidos regresa.
Cierro los ojos y el mundo entero perece.
(Creo que te inventé dentro de mi mente.)
Amapolas en julio – Sylvia Plath
Pequeñas amapolas, llamitas infernales,
¿es que daño no hacéis?
Se apagan y reviven. No puedo tocarlas.
En su fuego pongo las manos. Nada se incendia.
Contemplarlas me consume
Llameando así, su rojo ajado y brillante como piel
de alguna boca.
¡Una boca recién ensangrentada
pequeñas faldas sangrientas!
Hay efluvios que no puedo asir.
¿Dónde están tus opios, tus asquerosas cápsulas?
¡Si pudiera desangrarme y dormir! —
¡Si pudiera mi boca unir a una herida así!
Oh, vuestros líquidos rezuman en mí, cápsula de vidrio
Apagándose y aquietándose.
Mas, sin color, sin color. Descoloridamente.
Lesbos – Sylvia Plath
¡Crueldad en la cocina!
Las patatas protestan silbando.
Todo es muy vulgar e indecente, este lugar sin ventanas,
La luz fluorescente, encendiéndose y apagándose en una mueca de dolor,
Como una terrible jaqueca,
Estas modestas tiras de papel a modo de puertas-
Telones de teatro, rizos de viuda.
Y yo, cariño, soy una embustera patológica,
Y mi hija –mírala, tumbada bocabajo en el suelo,
Una marionetilla sin hilos, pataleando desesperada por desaparecer,
Porque es una esquizofrénica,
Da miedo verla así, con la cara roja y blanca.
Y todo porque arrojaste sus gatitos por la ventana
A una especie de pozo de cemento
Donde cagan, vomitan y gimotean, y ella no los puede oír.
Dices que no la soportas,
Claro, la cabrona es una niña.
Tu, a quien se le han fundido las lámparas, como a una radio barata,
Limpia ya de voces y de historia, del ruido
Electroestático de lo novedoso.
Dices que debería ahogar a los gatitos, porque ¡apestan!
Dices que debería ahogar a la niña,
Pues, si a los dos años ya está así de loca, a los diez se cortará el cuello.
El bebé, en cambio, ese caracol rechoncho, sonríe
Desde los pulidos rombos de linóleo anaranjado.
Te lo comerías. Claro: él es un niño.
Dices que tu marido no es bueno contigo.
Su mamá judía le guarda su dulce sexo como si fuera una perla.
Tú tienes un solo hijo, yo dos. Debería sentarme en una roca
Allá en Cornwall y dedicarme a peinarme el cabello.
Debería llevar pantalones de piel de tigre y liarme con alguien.
Los dos, sí, deberíamos reencontrarnos en otra vida,
Reencontrarnos en el aire.
Tú y yo.
Entretanto, la cocina hiede a grasa y a cagada de bebé.
Me siento atontada y lenta por culpa del somnífero de ayer.
La humareda de la cocina, la humareda del infierno
Flota sobre nuestras cabezas, dos oponentes ponzoñosas,
Nuestros huesos, nuestros cabellos.
Yo te llamo Huérfana, huérfana. Estás enferma.
El sol te produce úlceras, el viento, tuberculosis.
Una vez fuiste hermosa.
En New York, en Hollywood, los hombres decían: “¿Llegaste?
Guau, nena, pues sí que eres especial.”
Pero tú fingías, fingías, fingías por puro placer.
El marido impotente se escabulle penosamente fuera, en busca de un café.
Yo intento retenerlo,
Esa vieja vara que aguanta los rayos,
Los baños de ácido, los cúmulos que surgen de ti.
Al fin se larga bajando la colina empedrada de plástico,
Tranvía apaleado,
Desparramando chispas azules
Que se fragmentan como el cuarzo en millones de astillas.
Oh, joya. Oh, objeto valioso.
Esa noche, la luna
Arrastraba su bolsa de sangre, como un enfermo
Animal,
Por encima de las luces del puerto.
Y de pronto volvió a ser ella,
Dura, distante, blanca.
Su brillo de hojuela, reflejado en la arena, me daba un miedo de muerte.
Nos entretuvimos cogiendo puñados de ella, amándola,
Amasándola como si fuese pasta, el cuerpo de un mulato,
Gravilla sedosa.
Un perro husmeó y se quedó mirando a tu perruno marido.
Y así continuaron por un buen rato.
Ahora estoy aquí callada, inmersa
Hasta el cuello en mi odio.
Un odio denso, denso.
No hablo.
Estoy empaquetando las patatas duras como si fueran ropa buena,
Empaquetando a los niños,
Empaquetando los gatos enfermos.
Oh, jarra de ácido, pero si es de amor
De lo que estás llena. Tú bien sabes a quién odias.
Ahora él está abrazado a su bola de prisionero ahí abajo,
Junto a la puerta de la verja que da al mar,
Justo donde éste se adentra, blanco y negro,
Y luego refluye.
Cada día lo rellenas de sustancia anímica, como si fuese un cántaro.
Estás tan cansada.
Tu voz es mi pendiente,
Un murciélago deseoso de sangre, aleteando y chupando.
Eso es. Eso es.
Asomas la cabeza por la puerta,
Triste, endemoniada bruja. “Todas las mujeres son unas putas.
No logro comunicarme con nadie.”
Veo cómo tu precioso decorado
Se cierra sobre ti como el puño de un bebé
O una anémona, esa querida
Del mar, esa cleptómana.
Yo aún estoy muy verde.
Te digo que tal vez vuelva.
Ya sabes para qué sirven las mentiras.
Pues tú y yo jamás nos reencontraremos, ni siquiera en tu cielo zen.
Lady Lazarus – Sylvia Plath
Lo logré otra vez,
Me las arreglo —
Una vez cada diez años.
Especie de fantasmal milagro, mi piel
Brillante como una pantalla nazi,
Mi diestro pie
Es un pisapapel,
Mi rostro un fino lienzo
Judío y sin rasgos.
Descascara la envoltura
Oh, mi enemigo,
¿Aterro acaso? —
¿La nariz, las cuencas vacías, los dientes?
El apestoso aliento
Se desvanecerá en un día.
Pronto, muy pronto, la carne
Que la tumba devoró
Se sentirá bien en mí
Y yo una mujer que sonríe.
Tengo sólo treinta años.
Y como gato he de morir nueve veces.
Esta es la Número Tres.
Qué desperdicio
Eso de aniquilarse cada década.
Qué millón de filamentos.
La multitud mascando maní se agolpa
Para verlos.
Cómo me desenvuelven la mano, el pie —
El gran desnudamiento.
Damas y caballeros.
Estas son mis manos
Mis rodillas.
Soy tal vez huesos y pellejo.
Sin embargo, soy la misma, idéntica mujer.
La primera vez que sucedió tenía diez.
Fue un accidente.
La segunda vez pretendí
Superarme y no regresar jamás.
Oscilé callada.
Como una concha marina.
Tenían que llamar y llamar
Recoger mis gusanos como perlas pegajosas/
Morir
Es un arte, como cualquier otra cosa.
Yo lo hago excepcionalmente bien.
Lo hago para sentirme hasta las heces.
Lo ejecuto para sentirlo real.
Podemos decir que poseo el don.
Es bastante fácil hacerlo en una celda.
Muy fácil hacerlo y no perder las formas.
Es el mismo
Retorno teatral a pleno día
Al mismo lugar, mismo rostro, grito brutal
Y divertido:
“Milagro!”
Que me liquida.
Luego una carga a fondo
Para ojear mis cicatrices, y otra
Para escucharme el corazón –
De verdad sigue latiendo.
Y hay otra y otra arremetida grande
Por una palabra, por tocar
O por un poquito de sangre
O por unos cabellos o por mi ropa.
Bien, bien, está bien Herr Doktor.
Bien. Herr Enemigo.
Yo soy vuestra obra maestra,
Su pieza de valor,
La bebé de oro puro
Que se disuelve con un chillido.
Me doy vuelta y ardo.
No creas que no valoro tu gran cuidado.
Ceniza, ceniza —
Ustedes atizan, remueven.
Carne, hueso, nada queda 00
Una barra de jabón,
Una alianza de bodas.
Un empaste de oro.
Herr Dios, Herr Lucifer
Cuidado.
Cuidado.
Desde las cenizas me levanto
Con mi cabello rojo
Y devoro hombres como el aire.