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Arca de lágrimas – Pablo García Baena

¿Quién sois, Señora, que dejáis vuestra casa sobre la cuesta,
vuestro camarín de buganvillas y luces
y vais llorosa en noche de tambores
-otra vez los tambores, ahora en gloria fúnebre-,
Señora enlutada que camináis hacia los patíbulos?

El madero se yergue sobre el monte
y pende a punto de caer el fruto bendito,
acorred, Señora de los ajusticiados.

El condenado grita en la noche: Padre.
No es a Vos, humanísima, no divina,
amarga sólo y sólo en la amargura entreabrís vuestros labios.
Y está la noche erizada de tambores,
cientos de años bajando en soledad
por el monte de la calavera,
vuestro manto empapado en el lodo y la sangre
por siempre jamás, Madre del supliciado,
la voz encomendándote: Mujer, ahí está tu hijo,
el reo, el acusado, el hombre.

Otra vez los tambores anuncian la ejecución
junto a la tapia blanca,
Señora que acudís sola en vuestro sollozo,
las lágrimas lloviendo silenciosas.

Llagas de la tortura en las celdas,
fiebre de heridas en las sábanas coaguladas de los hospitales,
blanca sobredosis de luna sobre el crimen.
Rasean los tambores con el vuelo de las rapaces amarillas,
la quieta brasa de sus ojos brillando
sobre las osamentas de la guerra y el hambre,
y el vacilante abandono de la razón
cuando el dedo de infamia señala las tinieblas exteriores.

Sin duda estáis cansada en vuestro acuitamiento,
Señora que presides la noche de la necesidad,
escalera, lienzos, sepultura.
Vuestro pueblo os aclama y a la vez -no callan los tambores-
brillan en vuestro corazón los cuchillos del abandono,
y florecen en vuestras manos los juncos marinos de las espinas,
el férreo lirio sangriento de los clavos.

Señora que camináis al atardecer
tras el cadáver rígido sobre el frío de la losa,
sobre la terca ceguera de los hombres
marcados como el rebaño con la señal del matadero,
Señora que volvéis los ojos
en la fatiga de la compasión
-velan aún, confusos, los tambores-,
ayúdanos, Altísima.

Hace ya tiempo que no sé de ti – Pablo García Baena

A Cándida Guerrero Natera

Hace ya tiempo que no sé de ti
y está la sierra como te gustaba
con el otoño.
Por Escalonias y por San Calixto
a las primeras lluvias han crecido
las hierbas y una seña silenciosa
me entregan tuya en verdor y aroma.
Las ciervas ramonean acebuches
y está la brama resonando fiera,
en el fragor del monte su sollozo.
El venado de sombra taciturna
alza la cuerna como un candelabro
que incendiara de celo y oro el bosque,
y el jaro jabalí híspido bate
el hosco ramo prieto de la encina,
tal me decías.

Hace ya tiempo que callas, lejana.
Mañana de los lunes en el viejo
archivo provincial, legajos, cintas
rojas de las carpetas, boletines.
Todo el oficinal rito perenne
se estremecía al aire del lentisco,
al varear de juncos en las fugas,
al corno inglés en óperas de Weber.

Y queda aún olor de jara y pólvora,
en el veraz relato, entre tus manos,
hace ya tiempo.

Y pienso en ti y sonrío y me es grata
tu memoria, como una prenda usada
de abrigo al calofrío de la casa.

Tentación en el aire – Pablo García Baena

Sabía que vendrías a hablarme
y no te huía
demonio, ángel mío, tentación en el aire.
Sabía que tus ojos ahogarían mis ojos
cansados ya de largos horizontes de hastío
y de copiar tranquilos paisajes de remanso.
Antes de verte, lejos, te adiviné en mi alma,
como algún fauno joven que con su flauta báquica
avivara en mi carne
un fuego leve, quieto,
amenazado casi de apagarse algún día,
rodeado de hielos, engaños de mí mismo.
Al escuchar mi oído la brisa de tus voces,
ángel mío, demonio, tentación en el aire,
aquel día que el cielo brillaba y era Agosto
sentí en mi alma un roce de blandas plumas blancas
como si frescas alas me nacieran de pronto,
y mi ser se llenara de pájaros cantores.

En silencio, callado, yo te entregué mi alma,
aquella que había sido espada victoriosa,
que había decapitado todas las tentaciones
a ti, mi ángel malo, te la entregué sin lucha,
y tú con tu sonrisa, ¡oh tu risa que hiere!,
arrancaste de mí los altivos laureles
y casi sin mirarlos, despreciaste a aquel
que alargando la mano te los daba vencidos.

Por seguir tus caminos
dejé en un lado a Cristo,
tentación en el aire, ángel mío, demonio;
deserté de las blancas banderas del ensueño
para seguir, descalzo, tus huellas que manchaban.
Abandoné los quietos pensativos cipreses
levantados al cielo, místicos del paisaje,
para pisar el polvo y las ruines hierbas
que ocultan con sus verdes el agua cenagosa.
Robaste de mi cielo las piadosas estrellas,
aquellas que eran tenue revuelo de cristales
caído del regazo virginal de la tarde,
y sólo me dejaste a la impúdica Venus,
brillante de lujuria, y al ciego Amor,
el falso, el inconstante, el loco,
el que adorna su frente, no con la eterna yedra
sino con la guirnalda de los mirtos lascivos
y las rosas de un día;
aquél que con sus risas ha trastornado el mundo
sin ver nunca si el dardo que alegremente arroja
hiere sólo la carne o llega al hondo espíritu
hasta hundirlo en la muerte o en la locura acaso.

Quisiera ser la rota columna decadente,
aquel ángel mancebo perfecto entre sus bucles,
o mejor, el Apolo que ayer recibió culto,
y que hoy sepultado bajo la tierra espera
el día de volver a las nubes olímpicas,
mientras que las raíces se enroscan a su cuerpo
-a la gracia del niño tan sólo comparable,
ya las sencillas flores de los valles idílicos-
como viejas y obscuras serpientes milenarias.

Todo lo que a tu alma, tentación en el aire.
demonio, ángel mío, arranca de su frío
quisiera ser, y humilde, ofrecértelo todo,
para que ya pasado un momento de fuego
me despreciara más tu cruda indiferencia;
pero en ti hay algo que es mío y no lo sabes,
algo que entró de mí a pesar de ti mismo,
y es esa indiferencia que te hiela los labios
a la que yo amo más que a la amable sonrisa
que no pasa del rostro.
¿Qué sabes tú de esto?, ángel mío,
demonio, tentación en el aire. Del helado placer
de sentir el desprecio, y del llorar alegre,
¿qué sabes tú, qué sabes?
Aunque me hayas quitado a Cristo, el que perdona,
el comprensivo, el dulce, el manso Jesucristo,
un día volveré al alba, ya cansado,
con mis descalzos pies sangrantes de la senda
y lloraré las lágrimas, las que tú no ves nunca,
hasta borrar el último recuerdo del pecado.

Jardín – Pablo García Baena

La sonrisa apagada y el jardín en la sombra.
Un mundo entre los labios que se aprietan en lucha.
Bajo mi boca seca que la tuya aprisiona
siento los dientes fuertes de tu fiel calavera.

Hay un rumor de alas por el jardín. Ya lejos,
canta el cuco y otoño oscurece la tarde.
En el cielo, una luna menos blanca que el seno
adolescente y frágil que cautivo en mis brazos.

Mis manos, que no saben, moldean asombradas
el mármol desmayado de tu cintura esquiva;
donde naufraga el lirio, y las suaves plumas
tiemblan estremecidas a la amante caricia.

Sopla un viento amoroso el agua de la fuente…
Balbuceo palabras y rozo con mis labios
el caracol marino de tu pequeño oído,
húmedo como rosa que la aurora regase.

Cerca ya de la reja donde el jardín acaba
me vuelvo para verte última y silenciosa,
y de nuevo mi boca adivina en la niebla
el panal de tus labios que enamora sin verlo,
mientras tus manos buscan amapolas de mayo
en el prado enlutado de mi corbata negra.

Bajo la dulce lámpara… – Pablo García Baena

Bajo la dulce lámpara,
el dedo sobre el atlas entretenía al muchacho en ilusorios viajes
y un turbador perfume de aventuras
salpicaba de sangre el mar antiguo de los corsarios.
Los galeones, como flotantes cofres de tesoros,
eran abordados por las naos piratas
y el yatagán, las dagas, los alfanjes se hundían
en los cuerpos cobrizos y las manos violentas
arrancaban la oreja donde el zafiro lucía como Vega en la noche.
Las arcas destrozadas de alcanfor y palosanto
volcaban el carey, las telas suntuarias
y el coral, no tan ardiente como el beso del bucanero
en los pálidos labios de las virreinas.
Las antiguas colonias Veracruz, Puerto Príncipe,
el índigo Caribe y las islas del Viento
conocen las hazañas de bajeles fantasmas
y Maracaibo canta con los esclavos su desgana
a la luz que deshace la cabellera ébano de los banjos
en un río de jengibre.
Otras veces al soplo suave de Favonio,
empujado por Tetis y las verdes Nereidas,
el Mediterráneo dorado por la escama de los delfines
dejaba su plegaria fugitiva de algas
en las votivas gradas de los templos.
Allí Venecia en el otoño adriático
mece en la ola púrpura su cesto de corrompidos frutos,
desfalleciente en el abrazo joven de los gondoleros,
y las jónicas islas
se yerguen como mitras de mármol sobre las aguas.
En su lento carro de bueyes rojos avanza Egipto
y Alejandría, Esmirna, Ptolemaida, brillan en la noche
como un velo bordado de sardios
cuyos pliegues sujeta la diadema de Estambul
allá en el Bósforo fosforescente.
El incansable dedo atravesaba Arabia
y el cálamo aromático ceñía con un mismo turbante de cansancio
las cinturas de los amantes.
Al crepúsculo,
surgía Persia como un lento girasol de fastuosidades,
y el bárbaro etíope, negro fénix llameante,
consumía sus entrañas en el furor celoso de la caza
mientras Ceylán los bosques de canela y caoba
silenciaba con el ala de sus pájaros misteriosos.
Muchacho infatigable, bajo la dulce lámpara,
tal vez buscaba una secreta dicha
apenas confesada en su interior.
Cuando los días pasaron, él ya supo
que su destino era esperar en la puerta mientras otros pasaban.
Esperar con un brillo de sonrisa en los labios
y la apagada lámpara en la mano.

Amantes – Pablo García Baena

El que todo lo ama con las manos
despierta la caricia de las cítaras,
siente el silencio y su pesada carne
fluyendo como ungüento entre los dedos,
lame la lenta lengua de sus manos
el hueso de la tarde y sus sortijas
se enredan en el ave adormecida
del viento. Labra en mármoles de humo
el cuerpo palpitante del abrazo
extenuado cual cervato agónico,
y con el pico frío de sus uñas
monda la oliva efímera del beso.
El que se ama solo, el que se sueña
bajo el deseo blanco de las sábanas,
el que llora por sí, el que se pierde
tras espejos de lluvia y el que busca
su boca cuando bebe el don del vino,
el que sorbe en la axila de la rosa
la pereza oferente de sus hombros,
el que encuentra los muslos del aljibe
contra sus muslos, como un saurio verde
sobre el mármol desnudo e inviolado,
ese que pisa, sombra, desdeñoso
el pavimento de las madrugadas.
El que ama un instante, peregrino
voluble, de flauta hasta los labios,
de la trenza al cítiso, de los cisnes
a la garganta, de la perla al párpado,
de la cintura al ágata, del paje
a la calandria y tras él, silente
va talando el olvido de las mieses altas,
tirso áureos de espigas, leves brotes,
todo un bosque confuso de recuerdos,
y él va cantando, ruiseñor nocturno,
capricho y galanía, bajo la luna.
Y el que besa llorando y el que sólo
sabe ofrecer y aquel que cubre el pecho,
para no amar, de oscuro arnés, sonrisa
y un gerifalte lleva silencioso
devorando su corazón de gules.
Todos, la noche maga con su rezo
los enloquece, clava en sus pupilas
el helor de su vaga nieve negra,
les da a beber rencor entre sus manos,
los hurta en el arzón de sus corceles,
los trae y los lleva como mar en cólera,
coronadas las olas de sollozos,
de cabelleras náufragas, de sangre,
y los devuelve dulces, poseídos,
hasta la playa bruna y solitaria.

Sólo tu amor y el agua… – Pablo García Baena

Sólo tu amor y el agua… Octubre junto al río
bañaba los racimos dorados de la tarde,
y aquella luna odiosa iba subiendo, clara,
ahuyentando las negras violetas de la sombra.
Yo iba perdido, náufrago por mares de deseo,
cegado por la bruma suave de tu pelo.
De tu pelo que ahogaba la voz en mi garganta
cuando perdía mi boca en sus horas de niebla.
Sólo tu amor y el agua… El río, dulcemente,
callaba sus rumores al pasar por nosotros,
y el aire estremecido apenas se atrevía
a mover en la orilla las hojas de los álamos.
Sólo se oía, dulce como el vuelo de un ángel
al rozar con sus alas una estrella dormida,
el choque fugitivo que quiere hacerse eterno,
de mis labios bebiendo en los tuyos la vida.
Lo puro de tus senos me mordía en el pecho
con la fragancia tímida de dos lirios silvestres,
de dos lirios mecidos por la inocente brisa
cuando el verano extiende su ardor por las colinas.
La noche se llenaba de olores de membrillo,
y mientras en mis manos tu corazón dormía,
perdido, acariciante, como un beso lejano,
el río suspiraba…
Sólo tu amor y el agua…