Nos desea fugaces
porque pide una estela.
Es la isla emergida para el lobo,
el tronco donde cuelga su candil la lechuza,
la mano que bendice al alejarnos.
Y si le fuera dado apagar las hogueras
lo haría escondida
tras el color del cuervo.
Porque está en el extremo de las cosas,
le cede a la aurora los volúmenes,
el quehacer de las voces, la embestida,
y al mar la incandescencia de los hijos
que vienen como restos de una fragua.
Amar, tener la muerte en que morir,
no angostarse, pensar goces de anchura,
necesitar a todos los maestros.
Salvar la rienda tensa de relincho,
ser el plural de lo que fue unidad,
buscar consejo pero errar sin guía.
No acatar, no temer apagamientos
del azar, de la idea, y recordar:
lo que te pertenece te destruye.
Y saber que no hay hombres inocentes,
caer a solas en la siembra estéril,
y de la imperfección hacer sosiego.
Los árboles que nos quedan son aquéllos,
los todavía no alcanzados. En sus claros se decide
qué sombra infundir en cada uno de nosotros.
Tienen, a su modo, una voz de llamada hacia arriba,
como el que arquea las manos en torno a la boca
para ser oído en lo más alto y pedir que alguien
se haga cargo de los que estamos aquí. Ultimados.
Todo árbol cobija a un muerto y lo mantiene
en la savia, lo hace suyo y lo ampara, le da un suelo
de corteza y de hojas caídas para él.
Los bosques pueden salvarse en los que han sido,
quiero decir, en el recuerdo que guardamos de ellos.
Tendrá un hogar en el color del haya quien los defienda.
Hay árboles que parecen anteriores a la tierra, los robles
y los tejos, por ejemplo, arraigados en una mano perdida
y mortal que quiso hacer el mundo y no pudo.
Escuchadlos en sus ramas; nos avisan, aconsejan.
Son las obras completas del reposo.
Poesía de todas la épocas y nacionalidades