Poesía – Carilda Oliver Labra

Por poderosa sangre voy llamada
a un latido constante de temblores.
Me quedo en esta huida de las flores,
con ese fin de soledad tocada.

Y cerca de esto, que parece nada,
me transcurre una furia de esplendores
con ganas de vivir, como los dolores
del fondo de la vena a la mirada.

Trasiego audaz, mandato de la estrella
(cuando te llevo aquí casi soy bella):
ahógame en tu rabia salvadora,

recógeme de mí –que soy lo inerte
y tú eres lo que vive de la muerte-
en la pluma patética y sonora.

¡Qué pena! – León Felipe

¿Qué pena si este camino fuera de muchísimas leguas
y siempre se repitieran
los mismos pueblos, las mismas ventas,
los mismos rebaños, las mismas recuas!

¡Qué pena si esta vida nuestra tuviera
-esta vida nuestra-
mil años de existencia!
¿Quién la haría hasta el fin llevadera?
¿Quién la soportaría toda sin protesta?
¿Quién lee diez siglos en la Historia y no la cierra
al ver las mismas cosas siempre con distinta fecha?
Los mismos hombres, las mismas guerras,
los mismos tiranos, las mismas cadenas,
los mismos farsantes, las mismas sectas
¡y los mismos, los mismos poetas!

¿Qué pena,
que sea así todo siempre, siempre de la misma manera!

Conjuro – Jaime García Terrés

De tu mirada llena las bienaventuranzas
aguardamos, rotundo sol de mayo:
Aquellos cuerpos en la calle
solos están. Huye la pena misma
de su lado. Catástrofes y fiebres
asédianlos ajenas a distancia.
Y les niega raíces la tierra que su sombra hiere.

No permitas que rueden abolidos
como fardos mostrencos a los pies de la vida.

Roce tu llama todo resto feraz,
y suenen sus injurias y su gozo reviente;
una brava pasión en la morada
los acompañe y abra las ventanas mustias
a la contigua tempestad, diluvio de linajes.

Tu corazón invade limbos, sol numeroso y único;
ara piedras inánimes con furibunda primavera:
Déjalo desgranarse
sobre la carne de los débiles.

La mujer caída – Víctor Hugo

¡Nunca insultéis a la mujer caída!
Nadie sabe qué peso la agobió,
ni cuántas luchas soportó en la vida,
¡hasta que al fin cayó!
¿Quién no ha visto mujeres sin aliento
asirse con afán a la virtud,
y resistir del vicio el duro viento
con serena actitud?
Gota de agua pendiente de una rama
que el viento agita y hace estremecer;
¡perla que el cáliz de la flor derrama,
y que es lodo al caer!
Pero aún puede la gota peregrina
su perdida pureza recobrar,
y resurgir del polvo, cristalina,
y ante la luz brillar.
Dejad amar a la mujer caída,
dejad al polvo su vital calor,
porque todo recobra nueva vida
con la luz y el amor.

El desencanto – Antonio Hernández

No la tristeza por el mercachifle
ido a más que fue amigo, nuevo rico
bien cebado por las diputaciones
y los ayuntamientos. Ni tampoco
por el sandio zascandil que traduce
lo que fue traducido sin cambiar el idioma.
Ni por el pobre, pillo, animador
que llaman cultural. Menos aún
por el gacetillero que elogiara
mi poesía con un entusiasmo
tan sólo comparable a su ignorancia.
Ni por tantos moscones como tuve
sobre mí cuya vanidad recuerdo
pero cuyos poemas me son indiferentes.
Ni por los virtuosos, que saben dónde está
el cofre lleno de hojalata.
Ni por esos estultos sabios
peores que los bobos ignorantes,
sino por el maestro, al que creí
volcado a la honradez y la justicia.

Rompió mi espejo y aún escupo cristales.

Lauretta – Jon Juaristi

Ya cesaron las lluvias.
Ya perdieron su flor los jacarandáes.
Pronto me iré de aquí.

No hice muchos amigos.
No bajé a los infiernos como Lowry,
y nada me importabas
cuando te conocí.

Ojalá no te hubiera conocido,
boca de ajonjolí.
Ojalá no te hubiera querido
así.

Sólo espero que nunca la tristeza
te trate como a mí.

Amando en el tiempo – Luis Cernuda

El tiempo, insinuándose en tu cuerpo,
tal la nube de polvo en fuente pura,
aquella gracia antigua desordena
y clava en mí una pena silenciosa.

Otros antes que yo vieron un’ día,
y otros luego verán, cómo decir
la amada forma esbelta, recordando
de cuánta gloria es cifra un cuerpo hermoso.

Pero la vida sólo la aprendemos,
y placer y dolor se ofrecen siempre
tal mundo virgen para cada hombre.
Así mi pena inculta es nueva ahora.

Nueva como lo fuese al primer hombre,
que cayó con su amor del paraíso
cuando viera, tal cielo ya vencido
por sombra, envejecer el cuerpo amado.

La niña de diez años, allí, bajo el sombrajo… – Félix de Azúa

La niña de diez años, allí, bajo el sombrajo
(una vela de cruz, luminosa y salina)
con el racimo en alto me pareció Judith
y su presa Holofernes con zarcillos azules.

Del automóvil blanco, de sus puertas abiertas
al aire abrasador y la luz cenital,
llegó un recuerdo blando de alquitrán o betún
que me hizo apoyar la mano en el tabanco.

Se puso en pie despacio, sosteniendo el racimo
como si de su codo aún pingara la sangre.
Brillantes y calientes, con obscena abundancia,
sus ojos y los granos de polvoriento añil.

Sin casi hablar (¿quién puede poner precio
a un racimo de uvas en un día de agosto?)
disimulamos ambos nuestro mutuo interés.
Así los orientales mercaban sus tapices.

Más tarde comenté la intimidad del monte
sin prisa y sin respuesta, pues tanta soledad
somete al tiempo.
Colgué de la romana un billete discreto,
dije adiós y me fui con diez años de menos.

También el cielo morirá cuando muera la tierra,
pensé como consuelo.
Cuando muera la viña, la tierra morirá,
me dije luego.

Orfeo – Eugenio Montejo

Orfeo, lo que de él queda (si queda),
lo que aún puede cantar en la tierra,
¿a qué piedra, a cuál animal enternece?
Orfeo en la noche, en esta noche
(su lira, su grabador, su cassette),
¿para quién mira, ausculta las estrellas?
Orfeo, lo que en él sueña (si sueña),
la palabra de tanto destino,
¿quién la recibe ahora de rodillas?

Solo, con su perfil en mármol, pasa
por entre siglos tronchado y derruido
bajo la estatua rota de una fábula.
Viene a cantar (si canta) a nuestra puerta,
a todas las puertas. Aquí se queda,
aquí planta su casa y paga su condena
porque nosotros somos el Infierno.