Como aquel que en soñar gusto recibe – Juan Boscán

Como aquel que en soñar gusto recibe,
su gusto procediendo de locura,
así el imaginar con su figura
vanamente su gozo en mí concibe.

Otro bien en mí, triste, no se escribe,
si no es aquel que en mi pensar procura;
de cuanto ha sido hecho en mi ventura
lo sólo imaginado es lo que vive.

Teme mi corazón de ir adelante,
viendo estar su dolor puesto en celada;
y así revuelve atrás en un instante

a contemplar su gloria ya pasada.
¡Oh sombra de remedio inconstante,
ser en mí lo mejor lo que no es nada!

Esos desconocidos de los sueños – Óscar Hahn

¿Quiénes son esos visitantes
que aparecen en mis sueños
y cuyos rostros no reconozco?
El hombre que arregla
el neumático de mi automóvil
el director que va a dirigir
mi concierto de viola
o la muchacha del ascensor
a la que beso apasionadamente

Cada noche se presentan desconocidos
que quieren decirme algo
con gestos que no consigo descifrar
O quizás no quieren decirme nada
y sólo son espíritus
de personas que algún día existieron
pero que nunca conocí

O acaso prefantasmas
que mañana encarnarán en un cuerpo
y que usan el escenario de mis sueños
para ensayar su papel en el mundo

¿Qué yo mío es ese que posee su propia memoria
y no es la del hombre que está en la cama?
O quizás los desconocidos quieren decirme
dónde están enterrados mis cuerpos
de otras reencarnaciones
con qué nombre y en qué país

No lo sé. Tan sólo sé que anoche
soñé con un enorme cementerio
en el que nunca estuve
y que puse flores en una tumba

Umbral – Susana March

Cándidamente azul. Aún no he nacido.
Ciñe el aire mis muslos. Soy de aire.
El mar me sabe. Sal, vela y espuma.
dibujan mi contorno en el paisaje.

Me traspasa la luz. No me conozco.
Soy apenas un soplo de la tarde.
El sexo yace en paz, el alma duerme,
no tengo voz y Dios está distante.

Navego por los cielos castamente
con las alas al viento como un ángel.
Pequeña llama, apenas un chispazo.
mi corazón no existe, pero arde.

Enseña la madre a la novia… – Anónimo

Enseña la madre a la novia
cómo se lo tiene de hacer,
alzando las piernas arriba,
y con el culo cerner.

─ Si el novio quisiere luego
con vos, hija, retozar,
es menester rehusar
por meterle más en juego,
y no aguardar mucho ruego
sino, pues se ha de hacer,
alzar las piernas arriba,
y con el culo cerner.

Porfía con él un poco,
haciendo de la enojada,
y dile: «Quítate, loco,
que ya me tienes cansada».
Y si no aprovecha nada,
ni te puedes defender,
alzar las piernas arriba,
y con el culo cerner.

Y esto del porfiar
ha de ser medio burlando,
y dejarte retozar
y besar de cuando en cuando;
y si se fuere alegrando
y te lo quisiere hacer,
alzar las piernas arriba,
y con el culo cerner.

A la gatesca, es verdad
que se gana dos pulgadas,
hija mía, mas mirad
que no conviene a las casadas,
sino estarse bien echadas
y hoder bien a placer,
alzando las piernas arriba,
y con el culo cerner.

Y mejor para hoderte
es el canto de la cama,
y postura de más suerte,
y de más plática dama;
y que mujeres de fama
lo acostumbran hacer,
alzando las piernas arriba,
y con el culo cerner.

Una regla te se acuerde:
nunca hacértelo arrimada,
porque sin lo que se pierde,
te hallarás dello cansada,
la espuma vaciada
al tiempo del remeter,
alzando las piernas arriba,
y con el culo cerner.

También es cosa gustosa,
cuando te vistes de fiesta
y estás más fresca y hermosa,
cabalgarte por la siesta;
y es más gusto ir compuesta
para quien te ha de hoder,
alzando las piernas arriba,
y con el culo cerner.

También el pajaichuelo
dicen ser cosa muy loada,
mas yo mucho me muelo
destar tanto encaramada;
muy bien me lo hago echada
y recibo mayor placer,
alzando las piernas arriba,
y con el culo cerner.

Hija mía, ten [bien] cuenta
con las reglas que te he dado,
y no te muestres asenta
delante de tu velado,
sino ten mucho cuidado
de hartarte bien de hoder,
alzando las piernas arriba,
y con el culo cerner.

No puedo cerrar mis puertas… – Sara de Ibáñez

No puedo cerrar mis puertas
ni clausurar mis ventanas:
he de salir al camino
donde el mundo gira y clama,
he de salir al camino
a ver la muerte que pasa.

He de salir a mirar
cómo crece y se derrama
sobre el planeta encogido
la desatinada raza
que quiebra su fuente y luego
llora la ausencia del agua.

He de salir a esperar
el turbión de las palabras
que sobre la tierra cruza
y en flor los cantos arrasa,
he de salir a escuchar
el fuego entre nieve y zarza.

No puedo cerrar las puertas
ni clausurar las ventanas,
el laúd en las rodillas
y de esfinges rodeada,
puliendo azules respuestas
a sus preguntas en llamas.

Mucha sangre está corriendo
de las heridas cerradas,
mucha sangre está corriendo
por el ayer y el mañana,
y un gran ruido de torrente
viene a golpear en el alba.

Salgo al camino y escucho,
salgo a ver la luz turbada;
un cruel resuello de ahogado
sobre las bocas estalla,
y contra el cielo impasible
se pierde en nubes de escarcha.

Ni en el fondo de la noche
se detiene la ola amarga,
llena de niños que suben
con la sonrisa cortada,
ni en el fondo de la noche
queda una paloma en calma.

No puedo cerrar mis puertas
ni clausurar mis ventanas.
A mi diestra mano el sueño
mueve una iracunda espada
y echa rodando a mis pies
una rosa mutilada.

Tengo los brazos caídos
convicta de sombra y nada;
un olvidado perfume
muerde mis manos extrañas,
pero no puedo cerrar
las puertas y las ventanas,
y he de salir al camino
a ver la muerte que pasa.

La rueda – Juan Gelman

El arco o puente que va
de tu mano a la mía cuando
no se tocan, abre
una flor intermedia.
¿Qué toca, qué retoca, qué trastoca
ese vacío de las manos
solas en su fatiga?
Nace una flor, sí,
se agosta en mayo como una
equivocación de la lengua
que se equivoca , sí.
¿Por qué este horror?
En la página de nosotros mismos
tu cuerpo escribe.

El más hermoso territorio – Francisco Brines

El ciego deseoso recorre con los dedos
las líneas venturosas que hacen feliz su tacto,
y nada le apresura. El roce se hace lento
en el vigor curvado de unos muslos
que encuentran su unidad en un breve sotillo perfumado.
Allí en la luz oscura de los mirtos
se enreda, palpitante, el ala de un gorrión,
el feliz cuerpo vivo.
O intimidad de un tallo, y una rosa, en el seto,
en el posar cansado de un ocaso apagado.

Del estrecho lugar de la cintura,
reino de siesta y sueño,
o reducido prado
de labios delicados y de dedos ardientes,
por igual, separadas, se desperezan líneas
que ahondan. muy gentiles, el vigor mas dichoso de la edad,
y un pecho dejan alto, simétrico y oscuro.
Son dos sombras rosadas esas tetillas breves
en vasto campo liso,
aguas para beber, o estremecerlas.
y un canalillo cruza, para la sed amiga de la lengua,
este dormido campo, y llega a un breve pozo,
que es infantil sonrisa,
breve dedal del aire.

En esa rectitud de unos hombros potentes y sensibles
se yergue el cuello altivo que serena,
o el recogido cuello que ablanda las caricias,
el tronco del que brota un vivo fuego negro,
la cabeza: y en aire, y perfumada,
una enredada zarza de jazmines sonríe,
y el mundo se hace noche porque habitan aquélla
astros crecidos y anchos, felices y benéficos.
Y brillan, y nos miran, y queremos morir
ebrios de adolescencia.
Hay una brisa negra que aroma los cabellos.

He bajado esta espalda,
que es el más descansado de todos los descensos,
y siendo larga y dura, es de ligera marcha,
pues nos lleva al lugar de las delicias.
En la más suave y fresca de las sedas
se recrea la mano,
este espacio indecible, que se alza tan diáfano,
la hermosa calumniada, el sitio envilecido
por el soez lenguaje.
Inacabable lecho en donde reparamos
la sed de la belleza de la forma,
que es sólo sed de un dios que nos sosiegue.
Rozo con mis mejillas la misma piel del aire,
la dureza del agua, que es frescura,
la solidez del mundo que me tienta.

Y, muy secretas, las laderas llevan
al lugar encendido de la dicha.
Allí el profundo goce que repara el vivir,
la maga realidad que vence al sueño,
experiencia tan ebria
que un sabio dios la condena al olvido.
Conocemos entonces que sólo tiene muerte
la quemada hermosura de la vida.

Y porque estás ausente, eres hoy el deseo
de la tierra que falta al desterrado,
de la vida que el olvidado pierde,
y sólo por engaño la vida está en mi cuerpo,
pues yo sé que mi vida la sepulté en el tuyo.

Está en penumbra el cuarto, lo ha invadido… – Francisco Brines

Está en penumbra el cuarto, lo ha invadido
la inclinación del sol, las luces rojas
que en el cristal cambian el huerto, y alguien
que es un bulto de sombra está sentado.
Sobre la mesa los cartones muestran
retratos de ciudad, mojados bosques
de helechos, infinitas playas, rotas
columnas: cuántas cosas, como un muelle,
le estremecieron de muchacho. Antes
se tendía en la alfombra largo tiempo,
y conquistaba la aventura. Nada
queda de aquel fervor, y en el presente
no vive la esperanza. Va pasando
con lentitud las hojas. Este rito
de desmontar el tiempo cada día
le da sabia mirada, la costumbre
de señalar personas conocidas
para que le acompañen. y retornan
aquellas viejas vidas, los amigos
más jóvenes y amados, cierta muerta
mujer, y los parientes. No repite
los hechos como fueron, de otro modo
los piensa, más felices, y el paisaje
se puebla de una historia casi nueva
(y es doloroso ver que aún con engaño,
hay un mismo final de desaliento).
Recuerda una ciudad, de altas paredes,
donde millones de hombres viven juntos,
desconocidos, solitarios; sabe
que una mirada allí es como un beso.
Mas él ama una isla, la repasa
cada noche al dormir, y en ella sueña
mucho, sus fatigados miembros ceden
fuerte dolor cuando apaga los ojos.
Un día partirá del viejo pueblo
y en un extraño buque, sin pensar,
navegará. Sin emoción la casa
se abandona, ya los rincones húmedos
con la flor de verdín, mustias las vides,
los libros amarillos. Nunca nadie
sabrá cuándo murió, la cerradura
se irá cubriendo de un lejano polvo.

Las últimas preguntas – Francisco Brines

En el acabamiento de la tarde,
cuando hacía el camino,
he llegado de pronto ¿a dónde?

La noche que ha caído,
tan repentina y negra, me impide ver,
y sólo sé que nadie me acompaña.
¿Qué ha sido este viaje?

Muy largo debió ser, por la fatiga,
o acaso fue muy breve, si existió:
De entre mis posesiones
sólo guardo un pañuelo que oscurece en mis manos:
¿Para secar las lagrimas que no puedo verter?
¿O para despedirme, desde la prescripción,
de las sombras que dejo?

Sin tiempo, me pregunto: ¿qué soy? ¿quién soy?
¿Y para qué partí?
¿Y qué sentido tiene haber llegado?
Y qué poco me importa lo que,
del lado del desuso, pueda pasar ahora,
si nada entiendo.
Dejo de ser mortal. Mas no soy inmortal.
Como si nada hubiera sido.

Sábado – Francisco Brines

Esta es la noche sorprendente;
surge, de un mundo oscuro, la soledad, y se une a la alegría,
y anda libre el deseo en pos de su inminencia.
El alborozo de los ojos desnuda a la ciudad,
hermosa igual que un firmamento.
Quizás hallemos hoy la dicha,
pues cada sábado nocturno, en estas calles, la hace siempre posible,
sin que, a primeras horas, aún importe la edad.
Cabinas telefónicas en donde la memoria marca secretos números,
o bares sucesivos y abundantes esquinas,
te ofrecen la belleza que persigues,
y para disfrutarla tú dispondrás después de alguna oscuridad.
Y todo podrá ser, porque lo fue otras veces.

Mas no te sientas nunca el dueño de la noche:
son rostros numerosos, y también desatentos;
puede el hado no serte favorable,
y hace algún tiempo ya que lo sabes hostil.
Mas no abandones nunca la esperanza
de ese dormir, si en ello va tu vida:
cansado, y por rutina, busca atento
el rostro alegre y ciego de tanta juventud.