Entre ruinas, entre periódicos sangrientos
se vienen consumando tu muñón y tu ultraje;
infames educados, chaquets llenos de lobo
amenazan a tu conciencia, te martirizan.
Tú venías con una partitura, traías
el pedal de un piano junto a un vaso
para beber el zumo de la amistad -tu sed
pudo haber hecho algún bien en el barrio.
Y te esperaban en la trinchera, vigilaban
tu alma con un espejo retrovisor, caíste
en un espeso charco rojo en donde
kilómetros de venas se habían vaciado aullando.
El charco estaba a la entrada del teatro;
del escenario, lleno de mapas y altavoces,
fluía una voz monótona que hacía promesas: himnos
y porras y papeles, en contrapunto, persuadían.
Lo que has visto ha tornado inflamable a tu idea;
vas a hablar y te aflora por la boca una llama
que solloza tambaleándose entre saliva;
te sueñas como incendio o dragón decadente.
Aquí dan de beber gasolina. En los parques
hay locos incubando crímenes laboriosos.
Vivir parece el epicentro de la desgracia.
Y hace ya veinte años se desmanda el brasero.
El brasero mundial que marea y atufa
antes de reducir a cenizas la vida.
Cada persona es un sobreviviente. Los niños
son desastres subdesarrollados. Hija mía.
Hubo un tiempo en el cual temías volverte loco:
eras feliz, te daba poco miedo la vida,
o bien te daba poco miedo el horror: te hallabas
algo más lejos que hoy de tu cero abrasado.
Venías con alpargatas para andar entre amigos
y viste las aceras asaetadas de esputos
de todos los que duermen fumando. El ocaso
trae un tambor. Amanece con cicatrices.
Contiene más carcoma que madera este baúl.
Ya no quieren los pájaros detenerse en los hilos
del telégrafo: se lastiman con las premoniciones
con que los países, enojados, demoran la barbarie.
Ahora esperas la bala o la hoguera mitológica
o el timbrazo furioso en la puerta, o la locura,
la locura entrañable, dulce, amada mía.
Tú, que venías con una partitura de amor.