Suceso VIII – Jorge Boccanera

a veces soy la voz del otro lado del teléfono
a veces un aliento
una ciudad enorme donde te encuentro a veces
por supuesto una fecha
un saludo que cruza el cielo velozmente
dos ojos que te miran
un café que te espera después de la llovizna
una fotografía una mano en tu mano
desesperadamente una canción etcétera

y siempre o casi siempre
nomás ese silencio
donde solés colgar tus prendas íntimas.

Cinerario – Blanca Andreu

a Marta

I

Ahora me pregunto qué sería de aquel fuego
y de su noche, la ceniza.

II

El fuego es dios de nada, dijo el poeta, es nada
aunque a veces sople por las chimeneas
un aire alemán.

III

Ahora me pregunto qué fue de aquellos fuegos
y de su norte, la ceniza.

IV

El fuego es dios de nada -dijo el poeta- es nada
y jamás se controla por educación
o cualquier otra
sino que obra
y porfía.

V

Ahora me pregunto que será de aquel fuego
y su sepulcro, la ceniza.

Deseada – Gabriel Celaya

Deseada, ¡tan suave!,
confín donde resbalo.
¡Oh siempre un poco ausente,
suspendida en la nada!

¿Son tus ojos dulces?
No, que está turbado
tu mirar brillante
de anhelos contrarios.

Yo te amo, te amo, te amo,
todo lleno de alas tempestuosas,
y de garras, de furias,
de dolor, por abrirme.

¡Oh, tenme en tu sonrisa,
en tu sombra, en lo leve
de tu mano impalpable!
¡Tenme en tu caricia!

¿A qué llamas cambiando?
¿Qué me pides furtiva?
¡Oh tú, siempre ignorada,
tú siempre antigua y nueva!

Ven más cerca. No temas.
Tu mano tibia tiembla,
tu cintura se atreve
con sobresaltos, mía. ¡Mía, deseada!

Y aún sonríes con ojos
inocentes y raros.
¡Oh, dime! ¿Qué sugieren
tus ojos arcaicos?

Cabelleras, torrentes,
músicas perdidas,
corazón: esa ave
que, cogida, tiembla.

Y tú, esquiva, flotando
desnuda, lenta y suave.
Tú, chiquita, huida
en un cielo sin nadie.

¡Oh dime, deseada,
cómo hay que abrazarte
mientras tu boca expira
en la mía, sin habla!

Di si tu remota
belleza en tu cuerpo
puedo yo apresarla.
Puedo así matarte.

Deseada, ya basta.
Deseada, no puedo.
Deseada, tú quieres
que yo muera contigo.

La acacia llena de luna… – Mariá Manent

La acacia llena de luna
gime en la noche de plata.

Setiembre pasa con una
vibración de viento, larga.

Luce dispersa la bóveda
y mi aliento se recoje,

oyendo la vaga charla
entre acacia, viento y noche.

¡Ay, que mi alma lloraría
y me pesa como el barro,

frente a la noche, que avanza
toda vestida de blanco!

¿Ha sido la acacia bruna
o de mi alma un lamento?

Setiembre pasa con una
larga vibración de viento.

Al rencor – Silvina Ocampo

No vengas, te conjuro, con tus piedras;
con tu vetusto horror con tu consejo;
con tu escudo brillante con tu espejo;
con tu verdor insólito de hiedras.

En aquel árbol la torcaza es mía;
no cubras con tus gritos su canción;
me conmueve, me llega al corazón,
repudia el mármol de tu mano fría.

Te reconozco siempre. No, no vengas.
Prometí no mirar tu aviesa cara
cada vez que lloré sola en tu avara
desolación. Y si de mí te vengas,

que épica sea al menos tu venganza
y no cobarde, oscura, impenitente,
agazapada en cada sombra ausente,
fingiendo que jamás hiere tu lanza.

Entre rosas, jazmines que envenenas,
¿por qué no te ultimé yo en mi otra vida?
Haz brotar sangre al menos de mi herida,
que estoy cansada de morir apenas.

Y si hubiera nacido hombre… – Paulina Vinderman

Y si hubiera nacido hombre
habría sido marinero
con una azul mortaja como lecho.

Madre, no me dijiste nunca
que había que pagar un precio
para hablar con las flores.
Detrás de tantas ventanas
las mujeres se peinan para recibirlos.
No me enseñaste nunca
que había que pagar un precio
por haber nacido mujer
y marinera.

Mi amor a punto de morir
no sabe
que amo únicamente ahora
que no hay vientre ni ola ni deseo.

Mi amor a punto de morir
no sabe
que únicamente lo amo porque muere
y quedo libre de todo excepto
de escribirlo
eligiendo los momentos del goce
como un conquistador antes del oro.

Mi amor no sabe
que el único al que amé
fue aquel marino de la fotografía
que jamás conocí.

Porque me enamoraba únicamente
de los derrotados.
Porque habrá naufragado
con una azul mortaja como lecho.

Porque sus ojos eran huérfanos
como los míos,
sucios de tormentas y remedios solitarios
contra el amor, la blandura,
la nostalgia de tierra.

Madre, no me enseñaste nunca
a ordenar mis pedazos
Me dejaste cortarme, cortarme,
con cuchillos de mar y de ventanas.
«Las mujeres se peinan, decías,
para recibirlos.»

Me acostumbro a envejecer, es el oficio más difícil del mundo… – Nazim Hikmet

 

Me acostumbro a envejecer, es el oficio más difícil del mundo,
llamar a las puertas por última vez,
la separación para siempre.
Horas que corréis, corréis, corréis…
Trato de comprender a costa de dejar de creer.
Te iba a decir una palabra pero no pude.
En mi mundo el sabor de un pitillo por la mañana
con el estómago vacío.
La muerte antes de llegar me envió su soledad.
Envidio a los que no se dan cuenta de que envejecen,
tan ocupados están con sus cosas.