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El último Beethoven – Adam Zagajewski

No he encontrado a nadie que ame la virtud
con la misma intensidad que la belleza corporal.

Confucio

Nadie sabe quién era, la Amada
Inmortal. Aparte de eso, todo está
claro. Ligeras notas descansan
apaciblemente sobre los hilos del pentagrama
como golondrinas que acaban
de llegar del Atlántico. ¿Qué debería ser yo
para poder hablar de él, que todavía está
creciendo? Ahora caminamos solos
sin fantasmas ni banderas. Viva el
caos, dicen nuestras bocas solitarias.
Sabemos que vestía descuidadamente,
que era dado a los ataques de avaricia, que no era
siempre justo con sus amigos.
Los amigos llegan cien años
tarde con sus sonrisas impecables. ¿Quién
era la Amada Inmortal? Ciertamente,
amaba más la virtud que la belleza.
Pero un dios de la belleza habitaba
en él y obligaba su obediencia.
Improvisaba durante horas. Anotaba unos pocos
minutos de cada improvisación.
Estos minutos no pertenecen ni al siglo diecinueve
ni al veinte; como si ácido hidroclórico
quemara una ventana de terciopelo, abriendo
así un pasadizo hacia un terciopelo
aún más suave, delicado como
una telaraña. Ahora ponen su nombre
a barcos y perfumes. No saben quién
era la Amada Inmortal, de lo contrario
nuevas ciudades y bloques de viviendas llevarían su nombre.
Pero es inútil. Sólo el terciopelo
que crece bajo el terciopelo, como una hoja escondida
bajo otra sin peligro. Luz en la oscuridad.
Adagios interminables. Así de cansada respira
la libertad. Los biógrafos sólo argumentan
los detalles. Por qué atormentaba tanto
a su sobrino Karl. Por qué
caminaba tan rápido. Por qué no fue
a Londres. Aparte de eso, todo está claro.
No sabemos lo que es la música. Quién habla
en ella. A quién está dirigida. Por qué es
tan obstinadamente silenciosa. Por qué da vueltas y regresa
en vez de dar una respuesta clara
como exige el evangelio. Las profecías
no se cumplieron. Los chinos no llegaron
al Rin. Una vez más, resultó
que el mundo real no existe, para el inmenso
alivio de los anticuarios. El secreto estaba escondido
en otro lugar, no en las mochilas
de los soldados, sino en algunos cuadernos.
Grillparzer, él, Chopin. Los generales están
modelados en plomo y oropel para
dar a la llama del infierno un momento de respiro
después de kilovatios de paja. Adagios interminables.
Pero ante todo alegría, alegría
salvaje de forma, la hermana reidora de la muerte.

Humo – Adam Zagajewski

Hay un exceso de elegías, de memoria.
Huele a heno, una garceta
vuela indecisa sobre el prado.
Sabemos sepultar a los muertos.
No queremos matar.
Pero los intensos momentos de resplandor
se escapan a nuestros encantos.
En mi habitación se apilan sueños
apretujados como alfombras
en una tienda oriental, sofocante, 
y ya no hay sitio para nuevos poemas.
El corzo no corre,
intenta adivinar el futuro.
Nadie sabe venerar a los dioses.
Una oración enfurecida es más poderosa.
Las flores de los tilos, una herida abierta.
El humo se eleva sobre las ciudades planas
y el silencio irrumpe en nuestras casas;
en nuestras casas irrumpe la luna llena.

En la belleza creada por otros – Adam Zagajewski

Sólo en la belleza creada
por otros hay consuelo,
en la música de otros y en los poemas de otros.
Sólo otros nos salvan,
aunque la soledad sepa a
opio. Los otros no son el infierno,
si se les ve temprano, con sus
frentes puras, lavadas por sueños.
Por eso me pregunto qué
palabra debería utilizarse, «él» o «tú». Cada «él»
es una traición a un cierto «tú» pero
a cambio el poema de alguien
ofrece la fidelidad de un grave diálogo.

Intenta alabar al mundo herido – Adam Zagajewski

Intenta alabar al mundo herido.
Recuerda los largos días de junio,
fresas silvestres, gotas rosadas de vino.
Los hierbajos que metódicamente invadían
las casas abandonadas de los desterrados.
Debes alabar al mundo herido.
Mirabas yates y barcos,
uno de ellos tenía que emprender un largo viaje,
al otro le aguardaba sólo la salobre nada.
Veías refugiados caminar hacia ninguna parte,
oías a los verdugos cantar
alegremente.
Deberías alabar al mundo herido.
Recuerda aquellos momentos, en la habitación blanca,
cuando estabais juntos y el visillo se movía.
Vuelve con la mente al concierto, cuando estalló
la música,
Recogías bellotas en el parque en otoño
y las hojas sobrevolaban girando las cicatrices de la tierra.
Alaba al mundo herido
y la pluma gris perdida por un mirlo,
y la luz delicada que vaga y desaparece
y regresa.

Vaporetto – Adam Zagajewski

En el bolsillo de la cazadora encuentras
un pasaje azul para el vaporetto
(il biglietto, non cedibile).

El billete azul, poco mayor
que un sello de la República de Togo,
te promete un cambio, un viaje.

Se derrite la laca en el recuerdo,
se deshiela la almendra de la nieve alpina.
Ahora puede empezar la expedición.

Estás en Texas, en la tierra llana,
entre los robles eternamente verdes,
que no recuerdan nada.

Por canales estrechos navegarás
con !»alemas, a contracorriente;
y hallarás glaciares y grisura.

El billete reza: corsa semplice,
pero no menciona el desierto,
la monotonía del gravoso mar,

el deseo, el aduanero malicioso,
que no te espera sólo a ti,
islas de indiferencia y de cenizas.

Navegarás largamente. Quizás llegues
allí donde descansa el erizo de Venecia,
agua, encajes y oro.

Quizás llegues allí donde se alzan
las rojas torres de Venecia, torres fieles,
agujas de un compás perdido en el océano.

Lienzo – Adam Zagajewski

De pie, callado ante el cuadro sombrío,
ante el lienzo que hubiera podido tornarse
abrigo, camisa, bandera,
pero en cosmos se había convertido.

Permanecí en silencio,
colmado de encanto y rebelión, pensando
en el arte de pintar y el arte de vivir,
en tantos días fríos y vacíos,

en los momentos de impotencia
de mi imaginación,
que como el corazón de la campana
vive tan sólo en el balanceo,

golpeando lo que ama
y amando lo que golpea,
y pensé que este lienzo
también hubiera podido ser mortaja.

Un poema chino – Adam Zagajewski

Leo un poema chino
escrito hace mil años.
El autor habla de la lluvia
que cae toda la noche
sobre el techo de bambú de la barca,
y de la paz que finalmente
anidó en su corazón.
¿Será casualidad que vuelva a ser
noviembre, haya niebla
y una puesta de sol plomiza?
¿Será por azar
que otra vez alguien viva?
Los poetas dan mucha importancia
a los éxitos y a los premios,
pero otoño tras otoño los árboles
orgullosos van deshojándose
y si algo queda es el murmullo
delicado de la lluvia
en los poemas que no son
ni alegres ni tristes.
Tan sólo la pureza es invisible
y el atardecer, cuando luz y sombra
se olvidan de nosotros un momento,
ocupados en barajar secretos.

Pintores Holandeses – Adam Zagajewski

Escudillas de estaño repletas y pesadas de metal.
Gruesas ventanas hinchadas por la luz.
Materialidad de plomizas nubes.
Vestidos como colchas. Ostras húmedas.
Objetos inmortales, pero que no nos sirven.
Andan solos los zuecos de madera.
Las baldosas nunca se aburren,
y juegan al ajedrez con la luna.
Una chica fea estudia una carta
escrita con tinta simpática.
¿Será de amor o de dinero?
El mantel huele a moral y almidón.
La superficie no conecta con la profundidad.
¿Misterio? No hay misterio alguno,
sólo el azul del cielo, hospitalario
e intranquilo como gritos de gaviotas.
Absorta, una mujer pela una manzana roja.
Los niños sueñan con la vejez.
Alguien lee un libro (un libro es leído),
alguien se duerme y se vuelve un objeto
cálido, que respira (como un acordeón).
Les gustaba habitar. Y lo habitaban todo,
el respaldo de madera de una silla
y en hilos finos de leche como el estrecho de Bering.
Puertas de par en par, el viento era afable,
las escobas descansaban tras el trabajo a conciencia.
Descubiertas las casas. Pintura de un país
donde la policía secreta no existía.
Sólo una sombra prematura entró
en el rostro del joven Rembrandt. ¿Por qué?
Pintores holandeses, decid, ¿qué pasará
al pelar la manzana, cuando falte la seda,
cuando todos los colores sean fríos?
Decidnos, ¿qué es la oscuridad?