Pienso que ellas ahora entre las frondas
como pájaros hacen el amor en redes anheladas.
Eros, Eros, tú que de los ojos el deseo destilas
y goce dulce inoculas en el alma
de aquellos contra quienes combates,
no te aparezcas nunca con dolor
ni llegues hasta mí desmesurado.
Porque el dardo del fuego y de los astros
no tiene más poder que el de Afrodita, el que arrojan las manos
de Eros, hijo de Zeus.
Vana, muy vanamente, a orillas del Alfeo
y en las moradas píticas de Apolo
la sangre de las víctimas nutre la tierra griega.
Pero a Eros, tirano de los hombres, el dueño de las llaves
de las gratas alcobas de Afrodita,
no solemos honrarlo: a él, que cuando llega,
aniquila y empuja a los mortales
por el centro de todas las desgracias.
Poesía de todas la épocas y nacionalidades