Escuché marchas.
Las fibras de los cordones
se deshebraban como el deshojar de margaritas.
El herrete se había manchado de polvo.
A la orilla del macadán afloraron guijarros,
se descarrilaron las hormigas
al trasladar sus despensas,
violaron la fila india,
se enmarañaron en la punta de mis tenis,
me murmuraron advertencia.
No iba sola.
Aceleré el paso,
chasqueó la suela en el agua,
miré en el retrovisor al caminante persecutor,
escuché su jadeo hostigoso,
giré lentamente
y nadie se avizoraba en el camino.
Me infiltré como una rata en tu cañería,
contemplé el espectáculo
que del espejo se proyectaba.
Tus mejillas se ruborizaban como bayas silvestres,
solo faltaba que las aves te picaran.
Las aureolas de tus pezones se agrandaron
como la apertura del capullo.
Galopabas, pero sin equino.
Escuché tus gemidos, similares a un sermón,
hasta que se contractaron tus músculos
y te sosegaste en el tiempo.
Una corriente de viento refrescó mi cuerpo
mientras mi otro yo sexual
se entrometía un vibrador abajo del periné.
Mis manos se ungieron de esperma,
poco a poco me fui apaciguando
hasta quedar dormitado en tu fontanería.
Quisiera esta noche
participar en el avistamiento
de las tortugas que desovan,
seguir el litoral
hasta donde las olas conmueven
la arena muy adentro,
que una borrasca surja
y las hebras de mi cabello
pierdan la memoria genética del bucle.
Que una ola en su cresta
doble los goznes de mis rodillas,
me deje blanda como el celofán de otra onda.
Que surjan relámpagos
y mis párpados los cierre la muerte.
Que me engulla el mar
y quede varada en su lecho.
Poesía de todas la épocas y nacionalidades