Al principio existían el Caos y la Noche,
el negro Erebo, el Tártaro espacioso;
no existían la tierra, la atmósfera ni el cielo.
En el seno infinito del Erebo la Noche de alas negras
pone un huevo sin germen y, cumplidos los ciclos,
nace adorable Eros, con dos alas de oro brillándole en la espalda
igual a un torbellino de viento huracanado.
Y en el Tártaro inmenso, Eros unido al Caos de alas tenebrosas
engendró nuestra raza y la sacó a la luz.
No existía el linaje de los dioses
hasta que Eros mezcló los elementos
y unidos entre sí surgió el océano,
surgió el cielo y la tierra y la estirpe indestructible
de los dioses felices.
Eros, Eros, tú que de los ojos el deseo destilas
y goce dulce inoculas en el alma
de aquellos contra quienes combates,
no te aparezcas nunca con dolor
ni llegues hasta mí desmesurado.
Porque el dardo del fuego y de los astros
no tiene más poder que el de Afrodita, el que arrojan las manos
de Eros, hijo de Zeus.
Vana, muy vanamente, a orillas del Alfeo
y en las moradas píticas de Apolo
la sangre de las víctimas nutre la tierra griega.
Pero a Eros, tirano de los hombres, el dueño de las llaves
de las gratas alcobas de Afrodita,
no solemos honrarlo: a él, que cuando llega,
aniquila y empuja a los mortales
por el centro de todas las desgracias.
Una estaba tendida y a la luz de la luna,
suelto el broche del hombro, mostraba un pecho blanco;
a otra desató el costado izquierdo
la danza impetuosa y desnuda enseñaba
a la visión del cielo un cuadro vivido;
lo blanco de la piel contrasta luminoso
con las negras labores de la sombra.
Una, que ha desnudado los brazos tan hermosos,
al cuello de otra joven se abrazaba.
Y otra bajo los pliegues rasgados de su túnica
dejaba ver un muslo, y desesperanzado
el deseo marcaba con su sello la hora jovial.
Les hacía caer la somnolencia sobre los calamentos
y les quiebran las alas negras a las violetas
y al azafrán, que imprime en el tejido de los peplos
su silueta de sol, y sobre prados tiernos
sus cuellos reclinaron.
Les entorna los ojos el pudor
a las jóvenes puras, inexpertas
en los lechos nupciales.
…
No se me ocultan, no, los ojos chispeantes
de una joven que acaba de gozar a un varón.
Tengo mi corazón experto en ese asunto.
Pues sin placer
¿qué vida de mortal, qué encumbramiento
resulta deseable?
Desprovista de aquél, no mueve a envidia
la eternidad siquiera de los dioses.
¿Por qué, potrilla tracia,
me observas de reojo
y me huyes, implacable,
creyendo que no soy
experto en nada útil?
Pues sabe que hábilmente
el freno te pondría
y tomando tus riendas
doblarías conmigo
las lindes del estadio.
Ahora paces en prados,
brincas con ligereza
retozona: no tienes
ningún jinete diestro
que a tus lomos se suba.