Un placentero ensueño — un joven con su clámide
de dieciocho años y de sonrisa suave—
trajo una noche Eros debajo de mi manta: al aplicar el pecho
a su piel deliciosa, cuánta esperanza hueca cosechaba.
Aún es tibio el deseo en la memoria, y al dormir, con los ojos
a aquel espectro alado siempre quiero dar caza.
Alma de amor perdida, deja de arder en sueños
por vanos simulacros de belleza.
Cipris, mi capitana; Eros vigila el rumbo
sosteniendo el timón de mi alma en su mano;
el Deseo violento provoca tempestades. Y es que nado
ahora en un mar de amor de muchas razas.
Brotó un apego mutuo.
Nos hicimos pareja. Cipris es la fiadora
del amor. Y me invade un pesar cuando recuerdo
cómo me daba besos mientras, taimadamente,
tramaba abandonarme
buscando este derrumbe
quien cimentó el amor.
Eros me ha capturado —no lo voy a negar—
y a él lo tengo dentro de mi mente.
Astros queridos, augusta Noche aliada en mis pasiones,
llevadme en este instante junto a él,
a quien me lleva Cipris ya rendida
y también Eros fuerte de su lado.
Compañero de ruta, el fuerte fuego
que incendia mis entrañas.
Así me perjudica y me atormenta
el seductor, el orgulloso que antes
a Cipris no nombrara cómplice ele su amor
y ahora no soporta
una ofensa cualquiera.
Voy a volverme loca: los celos me dominan,
me quemo abandonada.
Arrójame guirnaldas
y que a mí, en solitario, me cubran sus colores.
No me excluyas, señor, no me despidas.
Tómame. Que te voy a servir con mucho celo.
Este demente amor conlleva gran fatiga
pues hay que sufrir celos, aguantar, ser paciente.
¿Te ocupas ele uno solo? Serás sólo una necia:
la pasión que va sola vuelve locos.
Sé que tengo imbatible el corazón
en las desavenencias, cuando llegan. Y cuando hago memoria
si estoy durmiendo sola me siento enloquecer.
Y tú te vas corriendo a acicalarte...
Si estamos irritados,
habrá que resolverlo prontamente
¿Acaso no tenemos amigos que decidan
quién es el que ha ofendido?
(...)
No volveré a querer. Lidié con tres pasiones: por una cortesana,
por una jovencita y otra se me encendió por un muchacho.
He sufrido por todo. Extenuado quedé de implorar a las puertas
de la hetera, enemigas del que nada tenía.
Tendido a todas horas en su pórtico y siempre desvelado
llegué a dar sólo un beso delicioso a la niña.
Ay de mí, ¿cómo relataré el tercer incendio? Del chico aquel
sólo alcancé miradas y esperanzas vacías.
Un igual a los dioses me parece
el hombre aquel que frente a ti se sienta
de cerca y cuando dulcemente hablas
te escucha, y cuando ríes
seductora. Esto — no hay duda— hace
mi corazón volcar dentro del pecho.
Miro hacia ti un instante y de mi voz
ni un hilo ya me acude,
la lengua queda inerte y un sutil
fuego bajo la piel fluye ligero
y con mis ojos nada alcanzo a ver
y zumban mis oídos;
me desborda el sudor, toda me invade
un temblor, y más pálida me vuelvo
que la hierba. No falta — me parece—
mucho para estar muerta.
Por su torso, Diodoro; por su mirada, Heráclito.
De Dión, su habla tan dulce; de Ulíades, las caderas.
Puedes palpar, Filocles, la tierna piel de aquél, mirar al otro,
charlar con ése, hacerle lo demás al otro chico.
Sabes qué poca envidia hay en mi mente. Pero como a Miísco
me lo mires goloso, jamás disfrutes viendo nada bello.
Ahora imploras tú, cuando ese fino vello debajo de las sienes
se insinúa, y tus muslos los vela ese pelo punzante.
Dices que para ti es voluptuoso. Mas ¿quién admitiría
que mejor que una espiga es la caña reseca?