Dios de amor – Juan Ramón Jiménez

Lo que Vos queráis, señor;
y sea lo que Vos queráis.

Si queréis que entre las rosas
ría hacia los matinales
resplandores de la vida,
que sea lo que Vos queráis.

Si queréis que entre los cardos
sangre hacia las insondables
sombras de la noche eterna,
que sea lo que Vos queráis.

Gracias si queréis que mire,
gracias si queréis cegarme;
gracias por todo y por nada,
y sea lo que Vos queráis.

Lo que Vos queráis, señor;
y sea lo que Vos queráis.

España extraña – Gabriel Celaya

Esta fuerza extraña,		
viva, enmarañada,		
esta entraña a gritos que llamamos España		
está en mí, no la pienso,		
no puedo pensarla según la teoría con que quieren castrarla		
los que en nombre de un pasado dicen: gloria, punto y raya.		

Esta fuerza real que llamamos España,		
rabiosa, suficiente,		
no es gótico-galaico-leonesa-romana,		
ni es árabe, ni griega, ni austriaco-castellana.		
Es ibera, terrible, sagradamente arcaica,		
mi materia y mi magia.		

Yo no puedo pensarla.		
Yo no puedo decir mi España es buena o mala,		
si es triste o violenta, si es hermosa o si mata.		
Yo no puedo juzgarla		
porque yo soy en ella y ella en mí, transcendiendo,		
y así a fondo me sumo fieramente existiendo.		

Porque soy, porque soy		
tierra roja y cargada sustancia milenaria,		
dulce aceite espesado,		
seco esparto, sal pura, ríos con larga historia,		
cuerpo ibero con venas de metales hirientes,		
que fulgen golpeando,		

montañas decididas		
en lo llano absoluto de un planeta pensante,		
gritos por fin absueltos,		
cara a un cielo que todo lo refleja sin mancha,		
voluntades paradas,		
gestas que, no la tinta, la geología exalta,		

costas rotas que muerden con amor violento,		
muriendo de su muerte, los mares más lejanos,		
terrones trabajados		
por muertos anteriores a la historia contada,		
hazañas de una entraña que aún no agotó sus formas,		
nutre mi carne de patria.		

¡Que no vengan a decirme que es un problema mi España!		

Yo la tengo sin pensarla		
y, adorando o maldiciendo, soy desde dentro un «¿qué pasa?».		
Y este físico misterio		
como un cuerpo de amor, me tiene tanto		
que yo mismo no distingo si es que lo adoro o lo ataco.		

Fiera amante, madre amarga,		
te maldigo, me deshago, te violo, canto claro,		
y esta rabia que te grito		
es la rabia con que trato de dar a luz lo más mío,		
y es mi manera de amarte,		
y es mi manera de hablarme sin perdonarme a mí mismo.		

España ciega, mi España		
seca, hermosa, exasperante,		
ancha España que en vano cabalgo, nunca abarco,		
España que en mí lates		
y más y más te afirmas cuanto más te combato,		
y eres yo sin ser mía, no consciente, de carne.		

Como me tienes, te tengo,		
como te tengo, me tienes, y poco importa qué pienso,		
pues en ti vivo y respiro.		
Tú eres mi aire y mi tierra, tú, mi cuerpo y mi elemento,		
y maldecirte, maldigo		
de mí mismo porque pienso que aún no cumplí lo que debo.

En las lluviosas tardes de noviembre – Andrés Trapiello

En las lluviosas tardes de noviembre
de pesadumbre llenas,
con un libro de románticas rimas
que habla de hojas secas
me siento a ver el fuego
junto a la chimenea.
En esas cortas tardes otoñales,
poca la luz de perla
en el salón, a solas, sin testigo,
las cosas se sombrean
con azulado tedio
de indecible esencia.
¡Veladas de borroso calendario
y avara somnolencia,
de vacíos laureles y jardines,
agrias tardes eternas
que tienen del olvido
la misteriosa rueca! 

La soledad – Francisco Martínez de la Rosa

Único asilo en mis eternos males,
augusta soledad, aquí en tu seno,
lejos del hombre y su importuna vista,
déjame libre suspirar al menos:
aquí, a la sombra de tu horror sublime,
daré al aire mis lúgubres lamentos,
sin que mi duelo y mi penar insulten
con sacrílega risa los perversos,
ni la falsa piedad tienda su mano,
mi llanto enjugue y me traspase el pecho.
Todo convida a meditar: la noche
el mundo envuelve en tenebroso velo;
y, aumentando el pavor, quiebran las nubes
de la luna los pálidos reflejos;
el informe peñasco, el mar profundo
hirviendo en torno con medroso estruendo,
el viento que bramando sordamente
turba apenas el lúgubre silencio:
todo inspira terror, y todo adula
mi triste afán y mi dolor acerbo.
La horrible majestad que me rodea
lentamente descarga el grave peso
que mi pecho oprimió: por vez primera
se mezclan mis sollozos a mis ecos,
y, apiadado el destino, da a mis ojos
de una mísera lágrima el consuelo…
¡Llanto feliz! Cual bienhechor rocío
templa la sed del abrasado suelo,
calma la angustia, la mortal congoja
con que batalla mi cansado esfuerzo;
y, en plácida tristeza absorta el alma,
no envidiará la dicha ni el contento.
Solo en el mundo, de ilusiones libre,
de vil temor y de esperanza ajeno,
encontraré la paz que vanamente
me ofreció con su magia el universo.
¿Qué importa que a mi planta mal segura
aún falte tierra en que estampar su sello,
y, al carcomido escollo amenazando,
me estreche el mar en angustioso cerco?
¿No me basto a mí mismo? ¿No me es dado
alzar mis ojos sin pavor al cielo,
sentir mi corazón que quieto late
y el mundo contemplar con menosprecio?
Yo vi en la aurora de mi edad florida
sus encantos brindarse a mis deseos:
gloria, riquezas, cuantos falsos bienes
anhela el hombre en su delirio ciego,
en torno me cercaron; oficiosa
la amistad redoblaba mi contento;
la pérfida ambición me sonreía;
me brindaba el amor su dulce seno…
Temí, temblé, me apercibí al combate,
demandé a mi razón su flaco esfuerzo,
y apenas pude en afanosa lucha
rechazar tanto hechizo lisonjero.
¡Qué fuera, oh Dios, si al rápido torrente
yo propio me arrojara! En presto vuelo
pasaron cinco lustros de mi vida,
y el cuadro encantador huyó con ellos.
Huyó, volví la vista, lancé un grito…
Y en vez de flores encontré un desierto.