Romance de los celos – Miguel de Cervantes

Yace donde el sol se pone,
entre dos tajadas peñas,
una entrada de un abismo,
quiero decir, una cueva
profunda, lóbrega, escura,
aquí mojada, allí seca,
propio albergue de la noche,
del horror y las tinieblas.
Por la boca sale un aire
que al alma encendida yela,
y un fuego, de cuando en cuando,
que el pecho de yelo quema.
Óyese dentro un ruido
como crujir de cadenas
y unos ayes luengos, tristes,
envueltos en tristes quejas.
Por las funestas paredes,
por los resquicios y quiebras,
mil víboras se descubren
y ponzoñosas culebras.
A la entrada tiene puestos,
en una amarilla piedra,
huesos de muerto, encajados
de modo que forman letras,
las cuales, vistas del fuego
que arroja de sí la cueva,
dicen: «Esta es la morada
de los celos y sospechas».
Y un pastor contaba a Lauso
esta maravilla cierta
de la cueva, fuego y yelo,
aullidos, sierpes y piedra;
el cual, oyendo, le dijo:
«Pastor, para que te crea
no has menester juramentos
ni hacer la vista experiencia:
un vivo traslado es ese
de lo que mi pecho encierra,
el cual, como en cueva escura,
no tiene luz ni la espera.
Seco le tienen desdenes
bañado en lágrimas tiernas,
aire, fuego y los suspiros
le abrasan contino y yelan.
Los lamentables aullidos,
son mis continuas querellas,
víboras mis pensamientos
que en mis entrañas se ceban.
La piedra escrita, amarilla,
es mi sin igual firmeza,
que mis huesos en la muerte
mostrarán que son de piedra.
Los celos son los que habitan
en esta morada estrecha,
que engendraron los descuidos
de mi querida Silena».
En pronunciando este nombre,
cayó como muerto en tierra,
que de memorias de celos
aquestos fines se esperan.

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