A raíces sabía, ¿recuerdas?, aquel beso, a pan ácimo y sangre, a lágrimas antiguas. Un viento de ira hendía nuestra carne y dejaba desnudo de su aroma un lirio duro: el hueso.
Habíamos bebido del purpúreo veneno pero olvidando acaso hacer las abluciones. Sólo sé que esa noche recorrimos desnudos, con ebriedad de culpa, las bodegas del tiempo.
Tú mirabas la lava helada de mi boca, mis cabellos en fuga, la escarcha de mi pómulo. Yo tus ojos sesgados de alimaña acosada que al punto se tornaban madrigueras de sombra.
No osábamos tocarnos. Y, sin embargo, amiga, más pudo la honda pena de vernos destrenzados cual nos verá la tierra ese día en que ardan con nuestro turbio aceite sus lámparas votivas.
Y así fue que, enlazadas las dos manos marmóreas, sorbimos nuestros labios como una pulpa impura, atónitos del eco que en el tuétano hacía la caracola amarga de aquel beso de sombra.