De pronto aparece en la puerta, como tallado, el
acreedor. Viene en busca de su salario. Tiende su
mano izquierda desde la entrada, inmóvil. Los dos
nos miramos sin comprender.
Se insinúa con sigilo o irrumpe sin avisar.
Reconozco que estoy condenado a hacerle el juego.
Si ambos fuésemos reales no nos desgastaríamos en
esta persecución, pero nuestra servidumbre es la
misma: somos personajes. Nos acompaña el miedo.
Mi costumbre es tomar su bando. Le permito que
hable por mí.
Me convierte en plato de su odio.
Soy su aliado.
Sí, me usa, me usa para sus fines, que también se
vuelven contra él. La fuente que lo envenena rebosa
con jirones míos, suyos. Nos confundimos, nos
entretejemos, nos intrincamos, sin querer. Hasta nos
perdemos de vista, y ya no sabemos quién es el que
persigue.
Tengo que contrarrestar, con otra voz, sus cargos,
pero casi siempre estoy de su parte.
¿Cuándo tuvo lugar este desplazamiento? Son pocos
los días en que el enemigo no ha contado con mi
apoyo. Nunca en realidad he sido contrapeso para sus
demandas. Me consta, me consta en mi carne. Siempre
firmé sus acusaciones, sus ataques sorpresivos, sus
listas de agravios. Siempre contó con el respaldo que
yo necesitaba para mi tarea. Sí, siempre a mi acusador lo encontré más eficaz, y a su casuística atroz
sólo podía oponerle unos ojos inmóviles.