LA MANO FRÍA –  NICOMEDES-PASTOR DÍAZ

Breve fue y robado instante
a la amarga, inquieta vida,
en que el ánima rendida
rindió los miembros también.
Eran horas de alta noche,
y en mi solitario lecho
posaba tranquilo el pecho,
lenta pulsando la sien,

cuando súbito en el sueño
vibró el cuerpo estremecido,
y taladrando mi oído
grito de muerte sentí;
desperté, tendí con ansia
los yertos brazos al viento,
contuve tardo el aliento,
miré en torno… ¡y nada vi!

Todo era silencio y sombras,
todo oscuridad y calma;
solo el reposo del alma
despareciera fugaz;
que ella, que sin lumbre mira,
percibió negro y secreto,
más que la noche, el objeto
que a ahuyentar vino su paz.

Y en breve sentí arrastrarse,
como en la yerba un gusano,
áspera y fría una mano
que por mis miembros trepó:
una mano férrea, dura;
una mano sola, helada…,
cual de un muerto despegada…
¡que en mi frente se posó!

Posó; cual monte de hielo
su enorme peso oprimía,
sin dejarle a mi agonía
ni un ¡ay! de espanto lanzar;
porque en mis labios su dedo
sentí cual férrea mordaza,
que su sello de amenaza
imprimió muda al pasar.

¡Y pasó! Pasó la noche,
y el sueño, y la helada mano…
Y a la aurora esperé en vano
que disipara mi horror:
que horrible, más que las sombras,
su negra faz mostró el día…
¡Todo mudado se había
de mi vista en derredor!

Radiante no brilló el mundo,
ni iluminado el espacio,
ni su disco de topacio
trémulo ostentaba el sol;
ni del pabellón pendían
de un cielo desmantelado
nubes de gasa y brocado
recamadas de arrebol.

Trocara en árido polvo
su esmeralda la pradera;
en negros paños la esfera
su abrillantado turquí.
Y ante un sol descolorido,
sobre una tierra desierta…,
la naturaleza muerta…,
¡muerta la vida creí!

Tantas voces que armonía
daban, y concierto al mundo,
callaban en lo profundo
de medrosa soledad;
o sueltas a un tiempo, el caos
lanzaba al mundo aturdido,
en ráfagas, el rüido
de su eterna tempestad.

Y vía cruzar los hombres,
al azar, graves o inquietos,
ora errantes esqueletos
sin espíritu ni voz,
ora fantasmas siniestros,
derramando en su mirada
fuego el alma depravada,
sangre el corazón feroz.

Busqué entonces con recelo
en la universal negrura
una forma de hermosura,
un destello de beldad.
En vano, ¡ay Dios!…, que el conjuro
de aquella noche de espanto
de la belleza el encanto
robó también sin piedad.

Y vi inmóviles y mudos
los semblantes de las bellas,
apagadas sus centellas,
sus pupilas sin lucir.
Las vi, desecadas momias,
yertas pasando a mi lado,
su labio frío y cerrado,
y mi seno sin latir.

Sí, que como centro horrible
de aquel mundo en esqueleto,
sin calor quedara y quieto
cadáver mi corazón;
y la mano que en mi frente
sus dedos selló pasando,
se fijara en él, pesando
con perenne compresión.

¡Ay!… ¿Qué mano, santo cielo,
qué mano fue, vengadora,
la que con magia traidora
transformó el mundo o mi ser?
¿Era la mano del tiempo,
por dedos sus desengaños?
No…, no brillara veinte años
el sol desde mi nacer.

¿Era la mano de mármol
de emboscada muerte oscura,
abriendo la sepultura
de una existencia veloz;
asiéndome con la rabia
de implacable odio tirano,
que al fin fiaba a una mano
lo que no pudo una voz?…

No, que un día, en mis dolores,
vino la Parca a mi lecho,
y cruzadas en mi pecho
sus leves manos sentí;
y eran manos perfumadas,
suavísimas, deliciosas,
que festonaban de rosas
una tumba que perdí.

¿Fue acaso del infortunio
esa mano… o del destino?
¿Del cielo enojada vino
o de la infernal región?
No…, que al orgullo del hombre
sorprendí el horrible arcano…
de que era la helada mano…
¡la mano de la Razón!

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