Pesaba en nuestros cuerpos la hermosura
de un nuevo atardecer estremecido.
Cruzábamos aquellos matorrales
altos, desnudos, que en la primavera
se aroman todos, se hacen más profundos
con el trino y el juego de los pájaros.
Brotaba una gran luna amoratada
detrás de los zarzales y en el césped
había escarcha, estrellas diminutas,
hojas brillantes, mínimas de fuego
que tanto nos gustaba contemplar.
Volvíamos del río, de la orilla
húmeda y vaporosa de los álamos.
Luego, ya por las calles, todo el pueblo
quedaba sorprendido, nos pedía
razón de aquella luz que en nuestros ojos,
apaciguada, estaba delatándonos.
En nuestros rostros se alió el rubor
con la alegría temerosa y clara
del que le han sorprendido en buen secreto.
Aquel tesoro acumulado lento,
los callados instantes del abrazo,
cada hora que el amado dio a la amada,
quedaron descubiertos para siempre.
Alguien habló, dijeron que nosotros
éramos de otro mundo, que en las frentes
nos brillaba una luz desconocida.
Hubo un júbilo extraño y cada casa
abrió todas sus puertas a la historia
fantástica y veraz de nuestro amor.