Dispongo aquí unos grupos de palabras.
No aspiro únicamente
a decorar con inservibles gestos
el yerto mausoleo de los días
idos, abandonados para siempre como
las salas de un confuso palacio que fue nuestro,
al que ya nunca volveremos.
Que esas palabras,
en su inutilidad
—lo mismo que las rosas enterradas
con un cuerpo querido
que ya no puede verlas ni gozar de su aroma—
sean al menos,
cuando el paso del tiempo las marchite
y su sentido oscuro se deshaga o se ignore,
eterno —si eso fuese posible— testimonio,
no del perdido bien que rememoran;
tampoco de la mano
—borrada ya en la sombra—
que hoy las deja en la sombra,
sino de la piedad que la ha movido.