Autorretrato – Rosa Díaz

Cruza el semáforo.
Aleja la falda y el pelo
del parabrisas de tu coche.

Tiene la lluvia
y el ejemplo fresco de sus gotas.
La arisca sensación de los felinos,
siempre en fuga: de Bach a Bach.

Ella no sabe
de la estúpida luz
del cielo de Beatrice.
Su cuerpo es la corteza
de un árbol retorcido.
Pasa de sus infiernos
a ciertos purgatorios.

Si la incitas
es una virtuosa meretriz.
Si la escuchas,
suele ser genial treinta minutos,
las otras veintitrés horas y media
se le hacen como a ti y como a todos,
normalmente vulgares.

Sabrás que se enamora fácilmente,
pero siendo educadamente sincera
miente con cierta cortesía.

Ella existe, si llega a tu pensamiento
con la fuerza del rayo
o si en él la refugias
como una enfermedad.

Lleva el rostro esculpido,
inteligentemente maquillado
y no es casualidad la desgana
con que se cuelga el bolso,
la imperfección
con la que usa la ropa
ni la mezcla medida en el perfume:
sino pura matemática.

Transita en los pasillos
de tu último sueño.

Espabila tu instinto
cuando la sientes venir
del lavadero del amanecer,
con su pájaro agüero
o su buen augur.

Es fatalista.
Imposible como una copla de posguerra.
Seguramente merecería
una antigua y arrebatadora metáfora.

Ahora llegará hasta ti
igual que un zarpazo.
Pues vigila tu espera,
la mano que llevas al bolsillo,
el gesto que guarda
la comisura de tu boca
y el perfil con el que le golpeas el corazón.

Cruza,
se acerca y le sorprende la vida,
te dice que te ama y deberías creerla.

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