Deja que ascienda por tu río
que es mi río: el de los orígenes.
En él ya no hay orillas
que dividan las sangres
y hasta los lobos solo son las almas
que bajan al anochecer a beber en sus aguas.
Nuestro río tiene los ojos inocentes
de la cierva que lleva a su cría
en su vientre
y que, antes de morir, espera mansa
el disparo mirando fijamente con sus ojos
a los ojos del furtivo.
Este río no nace de manantial alguno
sino de un enjambre de cascadas
que se funden en un lago que es Dios,
pues siendo uno el lago representa
a todas las aguas.
Es la unidad de lo múltiple.
«Ya todo es uno y todo es diverso»,
nos dijeron los griegos,
y antes Lao Zi.
Ascendiendo río arriba no veo
a los nuestros, mas no nos olvidamos
de que el agua del río y nuestra sangre y la de ellos
son una unidad maravillosa.
Nuestro río nace de un sueño
de campanas hundidas,
de campanas de un pueblo sumergido
en lo hondo del lago
que suenan en la noche de San Juan.
Acaso sean quienes ya se fueron
los que en la lejanía ahora están tañendo
las campanas sonámbulas
para que no olvidemos que ellos fueron
los que lograron domar el hierro
y la madera rebelde de los robles.
Ellos hicieron resonar
los yunques en sus fraguas
hasta que lo más duro solo fue
serena agua que fluye,
hasta que del metal y la madera
saltó la luz.
Sé que Heráclito pudo referirse
a un río como este, del que fluye
belleza y verdad.
Siempre es el mismo y siempre será otro
para acabar perpetuándose
como ojo de cierva asustada,
como espejo del cielo.
El río nos recuerda que nosotros
nunca debemos conocer el miedo,
pues nos sustentan los castaños
y las hayas más duras
que se yerguen ligeras para dar
alas a nuestro espíritu.
Nuestro río son muchos ríos
y tiene muchos nombres, mas nosotros
solemos llamarlo en secreto
Valparaíso.