En sucio y estrecho paraje y oscuro,
ardiendo en el centro su medio pinar,
sentados en torno del fétido muro,
como diez soldados se pueden contar.
Un hombre con ellos de pardo vestido,
hercúleas las formas, de rostro brutal,
los ojos de tigre, mirando torcido:
parece ministro del genio del mal.
Al par de aquel hombre, se ve suspirando
el rostro de un niño, de un ángel de luz:
verdugo, el primero que estamos mirando;
el otro es el bulto del negro capuz.
«Que cante, que cante», le mandan a coro
las férreas figuras que en torno se ven.
Lanzando un bramido terrible, cual toro,
«Que cante», el verdugo repite también.
Quisiera el mancebo, primero que al canto,
dar rienda a la pena, que muere de afán:
mas fuerza le manda, y enjuga su llanto,
y canta, y de muerte sus cantos serán.