El invitado
que, un poco distraídamente,
poniéndose los guantes con elegancia
madura, casi eterna en su despreocupación,
saludaba a las señoras vaporosas,
ya no volvería más; ni ellas tampoco.
Sólo las olas vuelven; sólo,
quizás, las nubes, los pájaros, las primaveras,
en su tuétano huraño, son equivalentes.
No los amantes; no la violencia;
ni siquiera el tedio.
Así a veces uno entra en un lugar vacío,
por error. Mira las cosas que están de espaldas,
que apenas se mueven para atisbarnos
y siguen, en la penumbra, despeñadas,
muertas de sueño. Es que hemos entrado en el salón
donde antaño, noche tras noche, celebraban
las espléndidas fiestas.
No tenemos nada
que hacer allí. Con una vaga disculpa,
con una torpe reverencia interrumpida
por el súbito fastidio de lo inútil,
nos despedimos apresuradamente, para entrar
en el otro cálido salón que todavía
está encendido.
Y allí acaso un comensal,
apoyado en su sonrisa casi eterna, seguro
de ver mañana a los mismos amigos,
se dispone, indolente, a salir
por la puerta que ya toca el temible rostro de las albas.
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Palabras a la aridez – Cintio Vitier
No hay deseos ni dones
que puedan aplacarte.
Acaso tú no pidas (como la sed
o el amor) ser aplacada. La compañía
no es tu reverso arrebatador, donde tus rayos,
que se alargan asimétricos y ávidos
por la playa sola, girasen melodiosamente
como las imantadas puntas de la soledad
cuando su centro es tocado. Tú no giras
ni quieres cantar, aunque tu boca
de pronto es forzada a decir algo,
a dar una opinión sobre los árboles, a entonar en la brisa
que levemente estremece su grandioso silencio,
una canción perdida, imposible, como si fueras
la soledad, o el amor, o la sed. Pero la piedra
tirada en el fondo del pozo seco, no gira
ni canta; solamente a veces, cuando la luna baña los siglos,
echa un pequeño destello como unos ojos que se abrieran
cargados de lágrimas.
Tampoco eres
una palabra, ni tu vacío quiere ser llenado
con palabras, por más que a ratos ellas
amen tus guiños lívidos, se enciendan como espinas
en un desértico fuego,
quieran ser el árbol fulminado,
la desolación del horno, el fortín hosco y puro.
No, yo conozco
tus huraños deseos, tus disfraces. No he de confundirte
con los jardines de piedras ni los festivales
sin fin de la palabra. No la injurio por eso. Pero tú no eres ella,
sino algo que la palabra no conoce,
y aunque de ti se sirva, como ahora, en mí, para aliviar
el peso de los días, tú le vuelves la espalda,
le das el pecho amargo, la miras como a extraña, la atraviesas
sin saber su consistencia ni su gloria. La vacías.
No se puede decir lo que tú haces
porque tu esencia no es decir ni hacer. Antigua,
estás, al fondo, y yo te miro.
Todo lo que existe pide algo.
La mano suplicante es la sustancia de los soles
y las bestias; y de la criatura que en el medio
es el mayor escándalo. Sólo tú,
aridez,
no avanzas ni retrocedes,
no subes ni bajas,
no pides ni das, piedra calcinada,
hoguera en la luz del mediodía,
espina partida,
montón de cal que vi de niño
reverberando en el vacío de la finca,
velándome la vida, fondo de mi alma, ardiendo siempre,
diurna, pálida, implacable,
al final de todo.
Y no hay reposo para ti,
única almohada
donde puede mi cabeza reposar. Y yo me vuelvo
de las alucinantes esperanzas
que son una sola,
de los actos infinitos del amor
que son uno solo,
de las velocísimas palabras devorándome
que son una sola,
despegado eternamente de mí mismo,
a tu seno indecible, ignorándolo todo,
a tu rostro sin rasgos, a tu salvaje flor,
amada mía.
Nada serán mis palabras… – Cintio Vitier
Nada serán mis palabras
si no encuentran otra boca
que las cante y las olvide
y las devuelva a la sombra.
Allí quizás amanezcan,
vagas ciudades ruinosas,
y a otros solos lleve el aire
la nostalgia de su aroma.
Nada será lo que soy
si en los otros no se apoya:
mi presencia en otro hombro,
mi esperanza en su congoja.
¡No me dejes amarrado,
demente, al ánima sola!
¡Mira que voy a mi infierno
si no hay pecho que me acoja!
El que pasa me sostenga,
la voz pueril sea mi roca,
en ellos soy, y con ellos
pediré misericordia.
Canción – Cintio Vitier
¡Oh dulcísimo callar
del ángel de mi sigilo!
¡Oh dulcísimo callar
del mundo en mi corazón!
¡Oh dulcísima miseria
de mis ojos en la flor,
de mi soñar en el ro,
de mi tacto por el cielo!