Archivo de la categoría: Claudia Masin

Las noches de Cabiria – Claudia Masin

                         (Basado en el film de Federico Fellini)



De noche salimos como lobas a comernos
las calles, pero somos más bien como un perfume, ese
que trae el viento norte en los primeros
días del verano: el que anuncia con su aliento
pesado y cálido todo lo que habíamos
olvidado en los meses de frío,
interminables. Que hay una gracia, que hay
una elegancia en esas fiestas del pueblo
que parecen ordinarias y paganas, que hay
que mirar más de cerca para verla. En la alegría
feroz, inmotivada de los que nacimos para ser
bestia de carga está esa gracia. Es fácil
despreciarla. Nace y crece igual que los incendios,
a partir de una chispa insignificante. No se necesita
gran cosa y ya está ahí, imponente, la fogata que somos
cuando nos desatamos las que hemos nacido
con las patas apretadas por la soga, listas
para convertirnos en la comida de los otros. Ya es un milagro
que andemos sueltas. Da espanto
a las buenas conciencias que no se pueda confiar
en que las gentes permanezcan en el lugar al que han sido
destinadas. A qué esa terquedad, esa vehemencia,
si es más fácil agachar la cabeza y hacer
lo que se espera de nosotras: esconderse, salir
cuando somos llamadas, desaparecer si ya
no resultamos necesarias. Y sin embargo,
qué hermoso es mostrarnos, las plumas
multicolores agitándose en el aire, el baile
que festeja todo lo que no debe
festejarse: el verdadero milagro,
que es tener un cuerpo capaz de sentir
lo mismo que el cuerpo de las santas, pero no
ante un dios o ante el regalo
del dolor sino ante el áspero
contacto de otras manos: el sexo
es más intenso y poderoso que una plegaria, no lo saben
los que creen que es un anzuelo a clavar en las agallas
del pez hasta extenuarlo, hasta sacarlo
del agua boqueando
desesperado, capaz de cualquier cosa
por oxígeno. Ah, la más
maravillosa música es la que nace
de la pobreza y la fealdad, no lo saben
los que nunca la han bailado: es como un halo
bajo el cual todo se convierte en su contrario, la muerte
misma retrocede y se le entrega, mansa. Cuidado
con los que no tenemos nada: cuando no queda
nada que perder se pierde el miedo y ay, yo te aseguro
que no quisieras encontrarte
con alguien que no teme, no quisieras
mirarlo a los ojos, sostenerle la mirada.

El espíritu de la colmena – Claudia Masin

                     (Basado en el film de Víctor Erice)

 
Yo también tengo miedo de
mí mismo. Me he convertido
en los monstruos que temía de chico,
los que bajo la cama,
bajo el piso mismo de la casa, trabajaban
la noche entera
para romper lo que durante el día
había sido levantado con todo el esfuerzo
del mundo. Romper
lo que estaba entero: un trabajo, el suyo,
como cualquiera, como el de la ley de gravedad,
como el del corazón que bombea la sangre
hacia las arterias, como el de las abejas
acumulando la miel o hundiendo
el aguijón, lo que sea que haga falta para preservar
la especie. Yo también
tengo miedo de mí mismo, yo también quisiera
a veces gritar cuando me veo. Da espanto ver
en la propia cara las caras de los muertos,
el impulso incontrolable de la tribu a encender
el fuego en medio del bosque, para alumbrarse sí,
pero también para expandir el incendio detrás suyo,
entre los árboles, que no saben correr ni defenderse,
y se consumen en el lugar en que fueron puestos. Quién no fue
alguna vez el árbol que siente la quemadura en las raíces,
en la corteza, subiendo como un áspid y no es capaz de detenerlo,
quién no fue alguna vez quien prendió el fuego con saña
e inocencia y para cuando advirtió la magnitud
del desastre, ya no fue
capaz de detenerse. Rechazo todo eso:
la tribu y el bosque y las leyes
que caen como como pedradas sobre el cuerpo
del que dice que no, que no va a quedarse,
a aceptar que no se puede
vivir sin lastimar
la parte ya vencida de aquel a quien más quieren.
Elijo el aislamiento, la cueva
donde no pueda alcanzarte mi mano que es la mano
de mi padre y de mi madre, de todos mis ancestros,
porque estoy hecho de los pedazos que no quiero,
porque soy la forma que toma en una persona
el daño hecho por quienes lo precedieron y renuncio:
renuncio a la tarea. Por amor y por asco,
me llevo conmigo lo que me dieron y lo escondo
de tu vista, me voy donde no pueda
tocarte y perpetuar la línea de un tiempo
que se cierra como una boa sobre sí mismo,
se abraza y recomienza. Yo digo que no,
que no quiero abalanzarme sobre los restos
de un animal herido, que prefiero
morir de hambre antes de hincar los dientes
en vos, en vos que fuiste
mi esperanza de no ser quien soy
y mientras existas
me mantendrás a salvo de la rabia
desatada, tremenda que me llevaría
al lugar del origen, al corazón de la colmena
despiadada de donde toda la vida
voy a estar huyendo.

Una canción como esa – Claudia Masin

                                                 A Milagro Sala

En los pueblos anestesiados, adormecidos por un sol violento, cada vez
que llueve se levanta de las calles de tierra una nube de vapor, un humo viejo
que trae el olor picante de la pólvora vencida, disparada hace décadas
sobre cuerpos desarmados o en enfrentamientos desiguales
de cientos contra pocos, un humo que condensa el olor de todos los fuegos
encendidos a la noche, jornada tras jornada, mes tras mes, año tras año,
para asar la carne o calentar la comida que hubiera,
unos junto a otros reunidos alrededor del fogón como luciérnagas
que se han ido apagando para dejar su brillo en una caja que otros construyeron,
sin agujeros por donde respirar porque no todos, se sabe, tienen derecho a la vida
y a la belleza. Es denso ese humo y es tóxico, y se nos cierra la garganta
cuando llega, porque guarda el olor corrosivo que se adhiere a los cuerpos
de tanto andar juntando los desperdicios que otros dejan, la basura ajena,
para seguir sobreviviendo. El olor de ese humo, a pobreza
y a miedo, a veces crece y crece y llega a las ciudades ricas donde apesta
más que nunca y hay que espantarlo con las manos como a un insecto.
No tiene historia, no duele, a nadie le pertenece ese olor cuando entra a las casas
y molesta, lo único que importa es apagarlo, taparlo,
hacer que vuelva a donde pertenece,
porque no se puede invadir la propiedad de los otros con la propia
miseria. Sin embargo es más grande todavía el desprecio y el asco
cuando esos hombres y mujeres un día se atreven a salir a las calles,
a invadir el centro de ciudades que no fueron construidas para ellos:
aunque han venido de tan lejos, y están sucios y cansados, no traen
ese olor animal con ellos, no es pobreza ni miedo
eso que los circunda como un halo imposible y los protege
como una empalizada, como una fuerza torrencial y serena
que los sostiene con la delicadeza con que debe ser sostenido
algo que ha sido roto y recompuesto mil veces, algo a la vez infinitamente
poderoso y frágil, porque ha conocido la experiencia
de su propio derrumbe y ha vuelto. No es pobreza ni miedo,
no están vencidos porque vienen cantando, se los oye desde lejos, nadie puede
no oírlos, su canción tiene raíces tan hundidas en la tierra que a algunos
les toca el corazón, les hace nacer una alegría que no conocían, tan intensa
que pareciera que les rompe el pecho, pero en otros despierta
una violencia incurable y quisieran arrancar ese canto
y arrancarlos a ellos como a la mala hierba para que algo así,
capaz de transmitir una esperanza tan tremenda, no pueda propagarse
y contaminar a los demás, a los que bajan la cabeza y aceptan
porque no saben, no les han dicho, nunca han escuchado
una canción como esa. Que no existen los milagros es algo
evidente. Pero sí existen algunos –poquísimos- seres con el coraje, la terquedad,
la furia de insistir en lo que no se puede: caminan sobre el agua
o multiplican los panes y los peces
como si no estuvieran haciendo nada extraordinario, apenas lo justo,
lo que tenía que ser hecho. Una sola de estas personas
puede lograr que el mundo se ahueque como los ventrículos del corazón
enorme y violento de las fieras del monte, cuyo latido retumba adentro de la
tierra
hasta que incluso los seres más mansos, más pequeños, lo escuchan
y entonces despiertan y escapan de una vez y para siempre
de su cautiverio.

Leona – Claudia Masin

Nunca fue el violador:
fue el hermano, perdido,
el compañero/gemelo cuya palma
tendría una línea de la vida idéntica a la/nuestra.
Adrienne Rich

Las mujeres enfrentamos en la niñez un pozo
profundísimo, parecido a los cráteres que deja un bombardeo,
e indefectiblemente caemos desde una altura
que hace imposible llegar al fondo
sin quebrarse las dos piernas. Ninguna
sale intacta y sin embargo
suele decirse que se trata de un malentendido,
que no hubo tal caída, que todas las mujeres exageran.
Lleva una vida completa poder decir: esto ha pasado,
fui dañada, acá está la prueba, los huesos rotos,
la columna vertebral vencida, porque después
de una caída como esa se anda de rodillas o inclinada,
en constante actitud de terror o reverencia.
Muy temprano el miedo es rociado como un veneno
sobre el pastizal demasiado vivo
donde de otra manera crecerían plantas parásitas,
en nada necesarias, capaces de comerse en pocos días
la tierra entera con su energía salvaje
y desquiciada. Aun así, siempre quedan
algunos brotes vivos, porque quien combate a esas plantas
que se van en vicio, después de un tiempo ya tiene suficiente,
de puro saciado se retira del campo baldío y a veces
les perdona la vida y se va antes
de terminar la tarea. No es compasión,
es como si una tempestad se detuviera
porque ya fueron suficientes las vidas arrebatadas,
las casas convertidas en una armazón de palos
y hierros podridos, que aun restauradas nunca podrían
volver a ser las mismas. La compasión, claro, es otra cosa:
no se trata de saquear una tierra con tal ferocidad
que lo que queda, de tan malogrado, ya no sirve
ni como alimento ni como trofeo de guerra.
En el corto tiempo de gracia antes de la caída,
las mujeres, esos yuyos siempre demasiado crecidos,
andamos por ahí, perdidas y felices, esperando
lo que no suele llegar: la compañía del hermano
que no tenga terror a lo desconocido, a lo sensible.
No el hermano que pueda impedir la caída
sino ese que elija caer junto a nosotras,
desobedeciendo la ley que establece
la universalidad de la conquista, la belleza
de la bota del cazador sobre el cuello partido de la leona
y de su cría. El hermano incapaz de levantar su brazo
para marcar a fuego la espalda de la hermana,
la señal que los separaría para siempre,
cada cual en el mundo que le toca: él a causar el daño,
ella a sufrirlo y a engendrar la venganza
del débil que un día se levanta, el esclavo
que incendia la casa del amo y se fuga
y elude el castigo. El mal está en la sangre hace ya tanto
que está diluido y es indiscernible del líquido
que el corazón bombea: el patrón ama esto
y el hermano lo sufre, tan malherido
como la mujer a la que él debería lastimar.
El dolor sigue su curso, indiferente,
y el pozo sigue comiéndose vida tras vida, y seguirá,
a menos que algo pase,
un acto de desobediencia casi imposible de imaginar,
como si de repente el cazador se detuviera
justo antes del disparo
porque sintió en la carne propia la agitación de la sangre
de su víctima, el terror ante la inminencia de la muerte,
y supo que formar parte de la especie dominante
es ser como una fiera que ha caído
en una trampa de metal que destroza lentamente
cada músculo, cada ligamento,
para que sea más fácil desangrarse que poder escapar.

El talismán – Claudia Masin

Los ojos de los que estamos continuamente al borde de la caída
o del tropiezo, no saben despegarse de la tierra. De qué sirve
una belleza material que no pueda tomarse entre las manos
como una piedra y ser llevada siempre encima del cuerpo
igual que esos objetos insignificantes
que un niño acarrea consigo donde vaya, y que lo hunden
en el terror o el desconcierto si se pierden.
No hay belleza para mí en las cosas
que no pueden volverse talismán contra las fuerzas
del desamparo o de la pena, y ninguna palabra podría hacer eso,
sólo la presencia física de lo que fue elegido por un amor oscuro,
cuyas leyes desconocemos, para preservar nuestra vida intacta
entre todos los peligros y accidentes que la acechan, a pesar
de que es ella, esa presencia amada, el peligro mayor,
porque no puede protegernos de su pérdida.