Si abro los brazos y entonces corro
a través de una calle, una colina
o en medio de unos árboles,
mi corazón se inflama, no de emoción
sino de enfermedad. ¿Es eso envejecer?
La lentitud se vuelve una mujer
que abraza nuestras piernas.
Tan mínima al principio,
se torna más robusta cada invierno.
La golpeamos, pero jamás se queda atrás,
se vuelve otra madre
y jamás podemos deshacernos de ella.
Entonces la muerte es una silueta
al final de la calle una mañana.
El temblor en la mano dibuja esa silueta
en la región del aire frío.
Los orinales son motivo de odio.
La individualidad detesta a las amables enfermeras.
¿Qué pensaríamos del sol si necesitara
una o dos estrellas o incluso tres para encender el alba?
¿Acaso no nos compadeceríamos de él?
¿Acaso no dejaría de parecernos espléndido?
Nos parecería solo una mancha amarilla en el cielo,
casi como un llanto,
y entonces hablaríamos de otras épocas
y diríamos, con pesar y orgullo,
que alguna vez fue algo terrible.
A ti también, ingenua, a ti también te he visto
y tu rostro no era tu rostro sino el rostro del miedo,
y me veías como si estuvieras viendo una tempestad,
como si, parada en la lejanía de un valle,
vieras venir hacia ti, hacia tu cuerpo delgado
como un goteo continuo de miel tibia,
una estampida de búfalos sometidos acaso
por un miedo más hondo,
y vi tus labios trémulos a causa de palabras no dichas,
y mis labios, trémulos también, a causa de aquello
que no he de decir nunca,
te he visto, ingenua, a ti también te he visto
y me miraste como mira el vidente la imagen terrible
y no dijiste nada de lo que debías decir
y te alejaste como se aleja todo aquello
que ha de migrar al sur en el invierno…
y el invierno era yo.
No veía sus manos ni el cuchillo que sostenía,
ese brillo que era semejante al sonido
de una tormenta de nieve vista desde muy lejos,
el ruido de lo inmensamente blanco.
Tampoco veía los restos de manzanas que cubrían sus pies,
ese color destruido que subía a sus labios
que se abrían a punto de pronunciar una palabra
que era el nombre verdadero del mundo.
Dos instantes de agua tocaban sus orejas.
El cabello repartido sobre la frente
dividía en dos ecos el sonido de una ventana
que se abría, y en medio de la ventana,
una mancha de luz,
un retrato pintado durante miles de años
por los artistas de la humanidad.
La belleza depurada a través de millones de anteriores retratos
hasta llegar a la línea invisible, a la total imagen.
Poesía de todas la épocas y nacionalidades