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Pronóstico – José Manuel Caballero Bonald

En ese incauto instante que antecede
al olvido, ¿qué ocurre
por las densas cavernas
de la imaginación, dónde termina
la lenta luminaria de los años
y comienza el vacío
a ocupar las rendijas remotas del recuerdo?

Tantas noches en blanco, tanta
fugacidad sobrevenida, tanta aplazada
lucidez, ¿de qué han servido?

Oh memorial de nadie, oh tentación
de desandar el tiempo cuando ya no subsisten
sino tercas opciones a rescindir la vida.

Mala hora – José Manuel Caballero Bonald

Tristeza de la caja de latón
vacía y el color azafrán
de la pared.

Tristeza de la puerta
condenada y de los arriates del jardín
donde se han ido acumulando
los segmentos nocivos de los días
y del derramamiento de la bruma
con su rastrero fleco de hopalanda.

Tristeza de la luz
de acetileno y de los zócalos
tan blancos de los hospitales y de la lenta
respiración de la basura y de los charcos
al pie de las farolas del amanecer.

Tristeza de los maniquíes
amontonados en su osario y del resol
municipal ungiendo
los bancos herrumbrosos del domingo.

Tristeza
de estar aquí acordándome de algo
que queda ya más lejos que el recuerdo.

Playa de la Caleta – José Manuel Caballero Bonald

Impávidas perduran las gaviotas
entre el prodigio tutelar
de los ficus gigantes y la vetusta orilla.

Vacila el viento por los columnarios
que la codicia de la arena arrasa,
mientras el raudo crecimiento
de la marea infunde vida
a las barcas varadas hace siglos
entre nobles sustentos culturales.

Allí estuve yo un día
de terca disyunción y de consolaciones
y allí anduve valiéndome de la felicidad
como instrumento de perpetuación
o acaso para contrarrestar alguna culpa,
en tanto que los cuerpos fulgían como el sílice
y la verdad decapitada descendía
por las ambiguas gradas de la noche.

La exclusión de la luz no me impide ver claro.

(Invierno en Cádiz)

Los relojes cotejan con el tiempo – José Manuel Caballero Bonald

Los relojes cotejan con el tiempo
sus posibilidades de supervivencia.
Al fondo, aguas abajo, pasan
los días como alas, las horas
como hojas, dejan
una herrumbre tenaz por detrás del recuerdo.

Qué obstinación la de esas lacerantes
ráfagas de los días, cuando
los relojes cotejan con el tiempo
sus posibilidades de supervivencia
y la vida se opone incautamente
a seguir esperando que llegue el porvenir.

(Horloge! dieu sinistre…
BAUDELAIRE)

Vengo de una palabra – José Manuel Caballero Bonald

Vengo de una palabra y voy a otra
errática palabra y soy esas palabras
que mutuamente se desunen y soy
el tramo en que se juntan
como los bordes negros del relámpago
y soy también esas beligerancias de la vida
que proponen a veces una simulación de la verdad.
Semejante a la noche, vengo
del negro y voy al blanco y busco
dispensarme de mí con ese blanco y nunca
llego a ser lo que yo más deseo:
esa palabra suficiente que precede a la última.

(Únicamente soy
mi libertad y mis palabras.
J.M.C.B.)

Árbol Genealógico – José Manuel Caballero Bonald

Cómo sería aquel árbol sensitivo
que crecía en Argónida y tenía
invictas sombras y hojas de seda azul perenne
y flores barnizadas de un esplendor homérico.
Cómo se asomaría a un mar indescifrable
y alojaría en sus estancias nobles
tantos ungidos pájaros de antaño,
tantos héroes antiguos comedores de loto.
Oh hermética armonía de ese árbol
en cuya ilusa alcoba aprendí a no olvidar
y donde acudo de continuo
para seguir dudando
un poco más aún después de nunca.

Domingo – José Manuel Caballero Bonald

La veis un día domingo.
Lleva un cuerpo cansado, lleva un traje cansado
(no la podéis mirar),
un traje donde cuelgan trabajos, tristes hilos,
pespuntes de dolor, esperanzas sangrantes
hechas verdad a fuerza de ir remendando sueños,
de ir gastando mañanas, hombres de cada día,
en las estribaciones de un pan dominical.

La veis venir acaso de un azar con ternuras,
de una piedad con fábulas; la veis
venir y no sabéis que está llamándose
lo mismo que la vida,
lo mismo que su traje hecho disfraz de olvido,
hecho carne de engaño y servicial,
cortado a la medida de mensuales lágrimas,
de quebrantos tejidos con la última
hebra de la intemperie, con las briznas
de ese telar de amor donde aprendemos
la hermandad necesaria que es un cuerpo sin nadie.

Sucede que es un día más bien canción que número,
más bien como una lluvia de inclemente mirada,
de humilde mano abierta
que volverá a vestir de desnudez la vida.
Y entonces ya es mentira crecer sobre raíces,
ya es mentira ese tiempo blandamente nocivo
que se nos va quedando alquilado en la piel,
que se nos gasta hasta dejarnos
un mísero rastro de caricia vacía,
llegar a confundirnos en un domingo anónimo,
en un amor sin cuerpo, hilvanando de lástima.

Y entonces, ese día, el domingo,
viene llegando, corre, se nos acerca
(todos la conocemos),
nos mira igual que un charco
de amor recién secado, nos contagia
de todo cuanto es puro en su día siguiente,
porque está consolándose con un jornal caduco,
está desviviéndose
en una pobre sucesión de acopios para amar,
de ir contando los años por tránsitos de trajes,
por memorias zurcidas, por sueños arrancados
del retal de un domingo cegador e ilusorio.

A batallas de amor, campo de plumas – José Manuel Caballero Bonald

Ningún vestigio tan inconsolable
como el que deja un cuerpo
entre las sábanas
                y más
cuando la lasitud de la memoria
ocupa un espacio mayor
del que razonablemente le corresponde.

Linda el amanecer con la almohada
y algo jadea cerca, acaso un último
estertor adherido
a la carne, la otra vez adversaria
emanación del tedio estacionándose
entre los utensilios de la noche.

Despierta, ya es de día, mira
los restos del naufragio
bruscamente esparcidos
en la vidriosa linde del insomnio.

Sólo es un pacto a veces, una tregua
ungida de sudor, la extenuante
reconstrucción del sitio
donde estuvo asediado el taciturno
material del deseo.

                 Rastros
hostiles reptan entre un cúmulo
de trofeos y escorias, amortiguan
la inerme acometida de los cuerpos.
A batallas de amor campo de plumas.

Supervivencia – José Manuel Caballero Bonald

Musgo mefítico, adherencia		
matinal de lo inerte, día		
a día arrastrándome		
hacia un fondo de esponjas		
oxidadas, broncas burbujas		
balbucientes, tentáculos		
que en las marañas de la noche		
acechan.		
      Toco a ciegas
la luz, las alas		
de las horas, escucho		
cómo restallan los cristales		
de la mañana llameando		
desde el centro		
del sueño, desde el centro.		
Lentas ondas me emplazan		
en lo opaco del día, busco		
la cajita de yerbas, el papel		
ocasional de los recados.		
                      Salto
por fin al borde de la vida.

Versículo del Génesis – José Manuel Caballero Bonald

Por las ventanas, por los ojos		
de cerraduras y raíces,		
por orificios y rendijas		
y por debajo de las puertas,		
entra la noche.		

Entra la noche como un trueno		
por las rompientes de la vida,		
recorre salas de hospitales,		
habitaciones de prostíbulos,		
templos, alcobas, celdas, chozos,		
y en los rincones de la boca		
entra también la noche.		

Entra la noche como un bulto		
de mar vacío y de caverna,		
se va esparciendo por los bordes		
del alcohol y del insomnio,		
lame las manos del enfermo		
y el corazón de los cautivos,		
y en la blancura de las páginas		
entra también la noche.		

Entra la noche como un vértigo		
por la ciudad desprevenida,		
rasga las sábanas más tristes,		
repta detrás de los cobardes,		
ciega la cal y los cuchillos		
y en el fragor de las palabras		
entra también la noche.		

Entra la noche como un grito		
entre el silencio de los muros,		
propaga espantos y vigilias,		
late en lo hondo de las piedras,		
abre sus últimos boquetes		
entre los cuerpos que se aman,		
y en el papel emborronado		
entra también la noche.