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La huida – Juan José Vélez Otero

Libertad, para mí, quiere decir huida.
(Joan Margarit)





Se le vio partir y atardecía
por el camino blanco y solitario
que conduce al silencio de los planetas muertos.
Un atlas bajo el brazo, y le seguía
como un perro cansado y distraído
la sombra fiel de la tristeza.
Detrás dejaba toda la ceniza,
un columbario –sueños aún calientes abandonado
en la luz pálida de la tarde.
Se le vio partir. Hacía tiempo
que, absorto, preparaba la maleta
pero esta vez no echó recuerdos de la infancia
ni las fotos prodigiosas de una primavera,
ni los discos, ni las gafas, ni los libros,
ni el diccionario en blanco de sinónimos de la felicidad.
Estaba anunciada ya la huida.
Nunca fue allí lo que quiso.
Lo tuvo todo, pero eso
es diferente. Nunca vio el mar;
por las noches lo oía. Avaramente
hacía recuento reiterado del tiempo:
un vacío rotundo de aire en la memoria.
Se le vio partir
y perderse diluido en la niebla amarilla.
A nadie dijo adiós.
Sólo dejaba
un último verso escrito por las tapias:
Están maduras ya las uvas del pasado.

Crepúsculo en el solar – Juan José Vélez Otero

Aquí cada tarde se llevan los bancos
y nunca encienden las farolas.
Los jaramagos mueren de lepra
entre las ortigas densas
y el paisaje agoniza en la luz
quemada de los cementerios dormidos.
Es muy posible, justamente lo es,
que después de esta hora
el sol se serene
y venga de nuevo una noche madura,
desnuda por el mar,
a traer la soledad
de las lápidas blancas
y el lamento lejano
de un fado en el crepúsculo.
La sal ha secado el terreno
adonde sólo llega el bronce
multiplicado y roto de las campanas,
el gesto de arena de la melancolía,
las alas crujientes de los pájaros muertos.
Aquí nunca encienden las farolas,
y el viento seco del desamparo
aúlla como un lobo solitario
y perdido
entre el salicor y las piedras.

Poética – Juan José Vélez Otero

Conozco a algunos.

Escriben solos en la penumbra,
callados en la derrota,
en el lugar vacío, en el hueco
inmenso de un útero inservible y yermo.

Son los desconocidos, los olvidados, los parias.

Ni siquiera son malditos.

No hablan del bote de champú,
no hablan del paquete de Marlboro,
ni del yogur de la merienda,
ni del taxi que tomaron esta tarde
para volver del dentista.

Son los inadaptados.

Ya creo haber dicho que habitan un lugar,
un lugar vacío al amor de la sombra.

Jamás visitaron la Corte, no conocieron mecenas
ni frecuentaron fiestas de gozos académicos.

Tampoco tertulias ni guateques locos
de triunfadores clónicos.

Cuando trabajan, sueñan.
Esclavos de la letra, de otras actividades comen,
y cuando les dejan se ayuntan,
y al final
en el olvido mueren.

Conozco a algunos.

No son gregarios.