Los ojos de la Virgen y los ojos
de aquellos que matamos en combate;
esta patria madrastra y esa otra
que nunca alcanzaremos sin la gracia;
la ley soberbia y el amor que espera;
no poder dar el paso que nos libre
de tentación y halago, seguir siempre
bajo falsas banderas y entre falsos
compañeros andar siempre muriendo;
y, con todo, empezar otra campaña:
ver que la soledad que nos recibe
es nuestra estéril alma, que la yerma
lejanía nosotros mismos somos;
y que somos también el enemigo,
la polvareda de terror que cierra
a la redonda el último horizonte.
Iniciamos la marcha recelosos
entre ruinas que fueron fortalezas
y entramos en la tierra que asolaron
años atrás las fuerzas enemigas:
la sal deslumbra donde vides hubo,
por un mar de ceniza cabalgamos
y empiezan a engañarnos nuestros ojos.
Si vemos a lo lejos una torre,
y enviamos a que el sitio reconozcan,
regresa sorprendida la patrulla
de no haber visto nada semejante
a una torre por esa parte; luego,
al otro lado, vemos otra torre,
y los que allí mandamos igual vuelven:
sin noticia ninguna de la torre.
Desorientados, sólo nos sostiene
la irreflexión, la fe sin esperanza,
que, cuanto más se obliga, más tropieza
y se pierde en pequeños contratiempos;
la fe sin voluntad, desguarnecida;
la que alardea y el amor ignora;
la que se desalienta y no conoce
el verdadero filo de la espada.
Es la fe que de noche nos conduce
a la oscura ciudad del enemigo,
la que nos representa saqueando
después de la victoria, la que en sueños
me hace entrar en un patio donde paso
a cuchillo a un anciano, y subir luego
al cuarto en el que oí llorar a un niño;
la que detiene el golpe de mi espada
y hace reír al niño, con la risa
adulta y humillante de quien sabe
que nos ha derrotado para siempre.