Archivo de la categoría: María Elvira Lacaci

El espejo ovalado – María Elvira Lacaci

Un espejo ovalado.
Un radiador pequeño de calefacción.
Mis manos calentándose.
Mis ojos
se clavaron en él.
Un rostro, que no reconocí,
me miraba
paralíticamente avejentado.

Afloraba
a los oscuros ojos de aquel rostro
un profundo dolor
que venía de adentro. Que era oscuro y tenaz.
Cristalizó.
Y, en forma de agua amarga,
resbaló
hasta la piel de mis zapatos húmedos.

Un caos
de innumerables dardos afilados
castigó mis sentidos.
Con las manos abiertas golpeé la pared
de ambos lados del espejo ovalado.
                ¡Dios es bueno!
Me asusté de mi grito.
Los dueños de la casa al otro lado...
Acerqué mis oídos al tabique azotado.
La radio transmitía un estridente mambo.
Respiré sosegada. Me arrojé sobre el lecho.
Y miré largo rato
los fantasmas
que la humedad
había dibujado sobre las paredes.

 

La pajarita de papel – María Elvira Lacaci

Con el trozo de un diario,
una leve pajarita
hice hoy. Voló bajita.
¡Planeó sobre mi armario!

Luego la cogí. Sus alas
letras tenían, oscuras.
Hablaban de sendas duras.
y de silbidos de balas.

De soldados, de aviones.
Pajarita, ¿por qué hay guerra?
¡Tan bonita está la tierra
sin herirla los cañones!

Entre trigo y amapolas
—en los surcos— juego al tren.
Si el viento sopla hay vaivén
¡de mar verde y blancas olas!

La lluvia – María Elvira Lacaci

Llueve, llueve... Goterones
caen con fuerza. Un gran río
¡es mi calle sin navío!
Árboles son los balcones

que amparan a los obreros
que fuman. Y el capataz
aguarda el brillante haz
de luz. Y los barrenderos

se guarecen. Con sus botas
y sus cubos plateados
—brillantes pero enfangados—,
cristal son, que llora en notas.

Maternidad – María Elvira Lacaci

La venía mirando, penetrando
mi alma,
aquella su palidez hiriente. Macilenta.
Sus ojos,
desbordadas laguas de cansancio o de hambre.
Sus manos,
ennegrecidas y a la vez gastadas.
Sus pómulos
que parecían desprenderse vivos
de su reseca cara
conformada
al hálito podrido de donde emergía.
Sus zapatos, su ropa...
Y yo sentí el dolor de aquella vida (una mujer de apenas treinta
años)
que solamente a Dios le dolería.
Y su miseria floreció en mis ojos,
trepó por mi garganta
y, adherida,
tembló sobre las fibras de mi pecho.
Alguien —fue un varón del Metro—
se levantó para cederle el asiento.
Pude verle de frente
su tan redondo vientre. Palpitante. Y...
súbitamente
sentí la gran belleza de su carne
erguirse luminosa
sobre toda razón de sufrimiento.
Mis pupilas,
brillantes y entregadas,
la veían,
ahora,
con derecho a existir. Junto a los otros.

Las cosas viejas – María Elvira Lacaci

Qué boba soy, Señor,
-me da vergüenza que lo sepa alguien-,
con cuántas cosas cargo. Sin motivo.
Esta pluma así vieja que ha girado mi llanto.
Este abrigo teñido, o mejor, desteñido,
porque cuántos inviernos…
Esta horrorosa planta
tan raquítica
como mi corazón,
porque ha sobrevivido -como él-
la angustiosa miseria
de la ventana
oscura
de este patio indecente.
Y así,
muchas cosas menudas
que yo siento. Indefensas.
Y debiera dejarlas,
jubilarlas, tirarlas; ahora
ya podré cambiarme,
-el nuevo sueldo de los funcionarios…-.
Pero no. No podría
olvidarlas,
y llevaré conmigo
estas pequeñas cosas así dóciles.
(Sería tan cruel si las dejara…)
Ellas,
compartieron mis horas de agonía. No los seres humanos.
Además
tengo miedo, Señor.
Otro sitio. La Vida,
y seguiré tan sola. Desgajada,
y estas cosas
amigas,
pronunciarán mi nombre
desde su silencio.
Y cuando allá muy dentro
la ternura,
me arañe y me desgarre -por tenerla encerrada-,
lo mismo que otros días,
yo miraré estas cosas
tan sencillas, tan mínimas,
tan entregadas desde su inconsciencia,
y, lentamente,
mis venas,
se irán tornando mansas. Sosegadas.

Oh, Señor, si al menos
pudieran comprender cómo las amo.

Incienso – María Elvira Lacaci

Incienso.
Olor que me penetra
rasgando los sentidos.
Y huyo.
Me siento acorralada
por ese olor vivísimo.
Partículas quebradas
de una luz lejanísima
se adentran en mi alma, hoy todo sombra.

Incienso.
Un Dios,
amordazado por la Vida,
intenta liberarse. Inútilmente.

Incienso.
Acaso un día,
al aspirar tu aroma penetrante,
no huya. Arrollándolo todo.
Seguida y perseguida
por un fantasma amado:
El Dios de mi niñez. Que olía a incienso.

Árbol enamorado – María Elvira Lacaci

Se llamaba Dolor
y era un extraño
árbol enamorado sin viscosas resinas de deseos umbríos.

Se llamaba Dolor, Elvira, a veces.
Y era el Norte de Dios.
Pero sus hojas
se desprendían lentas hacia el suelo.

Era un extraño árbol. Sin raíces
ni savia. Aladamente
arrastraba su tronco carcomido
sobre la tierra.

Sobre la tierra que impaciente,
despiadadamente,
empezaba a girarle por las venas.
A gritarle en su giro,
raudo y rojo,
su ineludible puesto. Allí. En la Nada.

La palabra – María Elvira Lacaci

Yo te quiero sencilla. Acaso pobre.
A veces,
vas a brotarme de organdí vestida (sin querer
me florece el lenguaje de otros seres).
Con amor te desnudo.
Quedas como mi carne.
Como mi corazón y sus latidos.

A menudo,
igual que los pequeños
ante una tienda de juguetería,
pego la cara
a las brillantes lunas
donde se venden las palabras bellas.
Las admiro.
A otros les sientan bien. Si me las colocara…
Las aparto al momento
porque a mí no me sientan.

Y de nuevo voy cogiendo brazados de palabras
entre la hierba fresca
y bajo el cielo.

La posteridad – María Elvira Lacaci

Con frecuencia, oigo hablar a poetas
de la posteridad.
“Tenemos que intentar –dicen con énfasis–
que las generaciones venideras…”
Y yo digo que sí –siempre me incluyen–. Pero mi corazón
sonríe
al tiempo virgen para sus latidos.

Yo quiero vivir al día,
lo mismo que las aves.
Ser pan de todos, sí
de los que conmigo muerden la agonía.
Y ya no aspiro a más.
Sólo a pudrirme –cuando llegue la hora–
junto a mis letras húmedas y doloridas.

A la poesía – María Elvira Lacaci

Me siento vagabunda de las Letras.
Quiero comer mi pan con el mendigo.
Beber vino de todos.
Tomar el sol
tendida
sobre la hierba húmeda.
Tener una guitarra
con cuerdas de latidos, entregados.
Tocarla por los pueblos.
Que los hombres –de colores distintos–
bailen al son de ella
con sus modales
toscos
y su verdad sencilla
a flor de labio.