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LA TROVA – PATRICIO DE LA ESCOSURA

En sucio y estrecho paraje y oscuro,
ardiendo en el centro su medio pinar,
sentados en torno del fétido muro,
como diez soldados se pueden contar.

Un hombre con ellos de pardo vestido,
hercúleas las formas, de rostro brutal,
los ojos de tigre, mirando torcido:
parece ministro del genio del mal.

Al par de aquel hombre, se ve suspirando
el rostro de un niño, de un ángel de luz:
verdugo, el primero que estamos mirando;
el otro es el bulto del negro capuz.

«Que cante, que cante», le mandan a coro
las férreas figuras que en torno se ven.
Lanzando un bramido terrible, cual toro,
«Que cante», el verdugo repite también.

Quisiera el mancebo, primero que al canto,
dar rienda a la pena, que muere de afán:
mas fuerza le manda, y enjuga su llanto,
y canta, y de muerte sus cantos serán.

LA PRISIÓN – PATRICIO DE LA ESCOSURA

«Muchos, repetidos, muy graves pecados
los hombres hicieron y Dios se enojó:
en pena, de libres que fueron creados,
esclavos los hizo, tiranos les dio.

¡Tiranos! Con ellos, cadenas, prisiones,
castillos y guerras y el potro crüel.
¡Tiranos! Con ellos, rencor, disensiones…
¡Tremenda es la ira del Dios de Israel!

Castilla, hijo mío, sintió el torpe yugo,
y a fuer de briosa lo quiso arrojar.
En vano: ayudarnos al cielo no plugo;
Padilla el valiente cayó en Villalar.

Nosotros, Alfonso, también moriremos;
también nuestra sangre vertida será.
¡Qué importa! Muriendo felices, rompemos
las férreas cadenas que el mundo nos da».

Acuña, el obispo, patriota esforzado,
aquel que al tirano no quiso acatar,
el cuerpo de indignas cadenas cargado,
cual cumple a los libres, acaba de hablar.

En pie, silencioso, con aire abatido,
mancebo, que apenas seis lustros cumplió,
le escucha; y responde con hondo gemido
que el eco en la torre fugaz repitió.

«¡Tan bravo en las lides! —Acuña le dice—,
¡tan bravo! y, cobarde, tembláis el morir…».
«Teneos, obispo: muriendo es felice
quien solo en cadenas espera vivir.

Morir es más dulce que ver, como he visto,
caer a Padilla y a ciento con él.
Yo burlo la muerte, más, ¡ay!, no resisto
de amor a los tiros, ¡fortuna crüel!».

Oyole el obispo con pena, y callose:
maguer que ordenado, tiene corazón;
lágrima furtiva al ojo asomose.
El joven su mano besó con pasión.

EL BESO – PATRICIO DE LA ESCOSURA

Levantan en medio de patio espacioso
cadalso enlutado, que causa pavor:
un Cristo, dos velas, un tajo asqueroso
encima; y con ellos, el ejecutor.

En torno al cadalso se ven los soldados,
que fieros empuñan terrible arcabuz,
a par del verdugo, mirando asombrados
al bulto vestido del negro capuz.

«¿Qué tiemblas, muchacho, cobarde alimaña?
Bien puedes marcharte, y presto, a mi fe.
Te faltan las fuerzas, si sobra la saña;
por Cristo bendito, que ya lo pensé».

«Diez doblas pediste, sayón mercenario,
diez doblas cabales al punto te di.
¿Pretendas ahora negarte, falsario,
la gracia que en cambio tan sola pedí?».

«Rapaz, no, por cierto, ¡creí que temblabas!;
bien presto al que odias verasle morir».
Y en esto, cerrojos se escuchan y aldabas,
y puertas herradas se sienten abrir.

Salió el comunero gallardo, contrito,
oyendo al buen fraile que hablándole va.
Enfrente el cadalso miró de hito a hito,
mas no de turbarse señales dará.

Encima subido, de hinojos postrado,
al mártir por todos oró con fervor;
después, sobre el tajo grosero inclinado,
«El golpe de muerte», clamó con valor.

Alzada en el aire su fiera cuchilla,
volviéndose un tanto con ira el sayón,
al triste que en vano lidió por Castilla
prepara en la muerte crüel galardón.

Mas antes que el golpe descargue tremendo,
veloz cual pelota que lanza arcabuz,
se arroja al cautivo, «¡García!», diciendo,
el bulto vestido del negro capuz.

«¡Mi Blanca!», responde; y un beso, el postrero,
se dan, y en el punto la espada cayó.
Terror invencible sintió el sayón fiero,
cuando ambas cabezas cortadas miró.

EL CAMINANTE – PATRICIO DE LA ESCOSURA

El sol a occidente su luz ocultaba,
de nubes el cielo cubierto se vía;
furioso en los pinos el viento bramaba,
rugiendo agitado Pisuerga corría.

Soberbia Simancas sus muros ostenta,
burlando la saña del fiero huracán.
Mas ¡ay del cautivo, que mísero cuenta
las horas de vida por siglos de afán!

Por medio del monte, veloz cual la brisa,
cual sombra medrosa, cual rápida luz,
un bulto, que apenas la vista divisa,
camina encubierto con negro capuz.

Mudado el semblante, la vista azorada,
sollozos amargos lanzando sin fin,
la madre invocando de Dios adorada,
de hinojos se postra del río al confín.

Del ave nocturna la voz agorera
de encima el castillo se deja escuchar;
relámpago rojo, con luz pasajera,
las densas tinieblas haciendo cesar.

«¡Dichoso mil veces! —el mísero exclama—,
¡Dichoso, murallas, que en fin os miré!».
Y al punto, inflamado de súbita llama,
el rezo dejando, se pone de pie.