La nieve brilla bajo el sol de invierno,
recubre las montañas, almacena
largas sombras de bosques deshojados.
Señala, como un niño, los contornos
de un mundo sin aristas, infinito.
Sobre el mantel de nieve, candelabros
que tiemblan en las copas de los árboles,
fuentes de plata en los pantanos,
vanidosos espejos en el suelo.
Cuando nieva, el mundo es un museo
de alegres bodegones plateados.
Luego, la lluvia cruza el lienzo, rompe
los cristales y borra el horizonte
con la brocha frenética del viento,
como siembra la sombra silenciosa
preguntas sin respuesta en el vacío.
Te quedas pensativo y te somete
una tristeza antigua que regresa
quebrada como un sueño interrumpido.
Las calles escampadas te recuerdan
que el cielo se derrumba, y es contigo.
Al mundo le queda poca intimidad:
se ha cruzado el firmamento
innumerables veces
en busca de tierras nuevas
y apenas quedan islas,
árboles, bacterias
y especies sin catalogar;
el Oeste se ha agotado:
los desiertos proclaman
su vacío infinito
y son las montañas
meros deportes de riesgo;
los tigres, espectros de luz
en el visor de una cámara.
Al mundo le queda su infinita soledad,
encerrada en sus misterios:
la Polinesia, los volcanes,
el lenguaje secreto de las selvas,
la convulsión de cielo y tierra,
la tenaz marcha de los insectos,
los hielos que se resisten a enseñar
su corazón de cristal.
Le queda al mundo su silencio
ante los caprichos de un ser mortal.
Poesía de todas la épocas y nacionalidades