Nunca he de conseguir repararte del todo,
Armado, pegado y propiamente ensamblado.
Rebuznos, gruñidos y cacareos indecentes
Emanan de tus enormes labios.
Es peor que en un corral.
Quizás te consideras a ti mismo un oráculo,
Vocero de los muertos o de uno que otro dios.
Treinta años ya he trabajado
Para dragar el sedimento de tu garganta.
No he aprendido nada.
Trepando pequeñas escaleras con botes de pegamento y baldes de Lysol
Me arrastro cual hormiga enlutada
Sobre la extensa maleza de tu ceño
Para arreglar tus inmensas placas craneales y limpiar
Los blancos, desnudos túmulos de tus ojos.
Un cielo azul sacado de la Orestiada
Se arquea sobre nosotros. Oh padre, enteramente tú mismo
Eres tan sentencioso y antiguo como el Foro Romano.
En una colina de cipreses negros saco mi almuerzo.
Tus huesos acanalados y tu cabello de acanto están desordenados
En su anciana anarquía hasta el horizonte.
Tomaría más que la caída de un rayo
Para producir una ruina tal.
Por las noches, me encuclillo en la cornucopia
De tu oreja izquierda, alejada del viento,
Contando las estrellas rojas y esas otras del color de las ciruelas.
El sol sale bajo el pilar de tu lengua.
Mis horas están amarradas a la sombra.
Ya no escucho más que el rasguño de una quilla
Contra las piedras lisas del embarcadero.