LA ODALISCA – JUAN AROLAS

¿De qué sirve a mi belleza
        la riqueza,
pompa, honor y majestad,
si, en poder de adusto moro,
        gimo y lloro
por la dulce libertad?

Luenga barba y torvo ceño
        tiene el dueño
que con oro me compró,
y al ver la fatal gumía
       que ceñía,
de sus besos temblé yo.

¡Oh, bien hayan los cristianos,
        más humanos,
que veneran una cruz,
y dan a sus nazarenas
        por cadenas
auras libres, clara luz!

Ellas al festín de amores
       llevan flores,
sin velo se dejan ver,
y en cálices cristalinos
        beben vinos
que aconsejan el placer.

Tienen zambras con orquestas,
         y a sus fiestas
ricas en adornos van,
con el seno delicado
        mal guardado
de los ojos del galán.

Más valiera ser cristiana
        que sultana
con pena en el corazón,
con un eunuco atezado
        siempre al lado,
como negra maldición.

Dime, mar, que me aseguras
        brisas puras,
perlas y coral también,
si hay linfa en tu extensión larga
        más amarga
que mi lloro en el harén.

Dime, selva, si una esposa
        cariñosa
tiene el dulce ruiseñor,
¿por qué para sus placeres
         cien mujeres
tiene y guarda mi señor?

Decid, libres mariposas,
        que entre rosas
vagáis al amanecer,
¿por qué bajo llave dura,
         sin ventura,
gime esclava la mujer?

Dime, flor, siempre besada
        y halagada
del céfiro encantador,
¿por qué he de pasar un día
        de agonía
sin un beso del amor?

Yo era niña, y a mis solas
       en las olas
mis delicias encontré;
de la espuma que avanzaba
         retiraba
con temor nevado pie.

Del mar el sordo murmullo
        fue mi arrullo,
y el aura me adormeció:
¡triste la que duerme y sueña
        sobre peña
que la espuma salpicó!

De la playa que cercaron
        me robaron
los piratas de la mar:
¡ay de la que en dura peña
        duerme y sueña,
si es cautiva al despertar!

Crudos son con las mujeres
        esos seres
que adoran el interés,
y, tendidos sobre un leño,
        toman sueño
con abismos a sus pies.

Conducida en su galera,
        prisionera,
fui cruzando el mar azul;
mucho lloré, sordos fueron;
        me vendieron
al sultán en Estambul.

Él me llamó hurí de aroma
        que Mahoma
destinaba a su vergel;
de Alá gloria y alegría,
        luz del día,
paloma constante y fiel.

Vi en un murallado suelo
       como un cielo
de hermosuras de jazmín
cubiertas de ricas sedas;
        auras ledas
disfrutaban del jardín.

Unas padecían celos
        y desvelos;
lograban otras favor.
Quién por un desdén gemía,
        quién vivía
sin un goce del amor.

Mil esclavas me sirvieron
        y pusieron
rico alfareme en mi sien;
pero yo siempre lloraba
        y exclamaba
con voz triste en el harén:

«¿De qué sirve a mi belleza
        la riqueza,
pompa, honor y majestad,
si, en poder de adusto moro,
        gimo y lloro
mi perdida libertad?».

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