El caballo desbordante – Ruriko Mizuno

Es un terreno fangoso de primavera.
De la superficie nacen caballos,
con brío, como los melones que se maduran.
Cuando flamean sus crines,
ellos se mueven como cachipollas...
Se meten en mi sueño,
y atraviesan todos los rincones,
dejando una sensación como de fuelle vivo...
(Hay un caballo que, borrado en un recodo,
se convierte en una mata amarga de ortiga).
Yo siempre pensaba que
la primavera llegaba así de afanada.
(Al desplazarme en medio del sueño,
dándome vueltas, uno de mis ojos
reconoce una luz de la casa vacía que desconozco,
y el otro una vela encendida
que se consume al lado de la cama,
tambaleante).
De muchas partes,
se levanta el aroma vegetal hacia la ventana,
y ahí al lado, desamparado,
relincha un pequeño caballo.
(Acaso... ¿le di agua?),
me quedé con la duda.
La sensación de pelaje... parecida a la costra del árbol,
la llegada de los caballos... tan abrupta.
La tierra se crispa como pellejo...
En el sueño de primavera
se extienden pisadas dispersas de los caballos
que no volverán jamás.

Tres mujeres – Joan Margarit

Esa fotografía nos la hicimos
a los tres años de acabar la guerra.
Es el jardín, o mejor dicho, el patio
trasero y descuidado de la casa.
Nadie sonríe.
El miedo impregna los vestidos rotos
y remendados tantas veces,
igual que las familias.
Miramos a la cámara: mi madre
con su peinado alto, de película
de la Francia ocupada, y mi abuela
que retuerce un pañuelo entre sus manos
por uno de sus hijos, todavía en la cárcel.
A la otra mujer casi no la recuerdo:
mi tía, enflaquecida por las penas,
murió del corazón al cabo de unos meses.
Entre las tres, en bicicleta, serio
como un adulto, con mis cuatro años.
Qué poco queda ya
guardado en el cuartucho del recuerdo
que da a ese jardín seco de un otoño
con fantasmas de rosas.
Jardín de mi niñez: patio del miedo.

El hombre de ojos encendidos – Kazuko Shiraishi

hay fuego en sus ojos
arden cuando se fijan en mí
hasta las mentes frías y los estómagos helados
se calientan
pues guarda el sol africano en sus ojos
orgullo de la familia Zulú
durante la revolución
la carne que asó en el horno
era tan sápida
en la sala sus gemelos de un año Ra y Re
se turnan los chillidos
sus ojos encendidos suavemente juegan con ellos
cantándoles mientras
la tierra crece ardiente y satisfecha
de momento en la sala
del hombre de ojos encendidos

Oda a la creencia – Raquel Lanseros

Quién pudiera creer, seguir creyendo
en ti que eras quien creyó que fuiste
aquella que yo creí ser algún día
cuando creía en tus ojos y creyéndote,
volvía a creer, crédula y sin descrédito.

Hoy me cuesta creer que te creyera
y sin embargo, aunque no me creas,
nada quisiera más que creer de nuevo,
ligero el corazón de descreimiento,
como solo se cree antes de haber creído.

A batallas de amor, campo de plumas – José Manuel Caballero Bonald

Ningún vestigio tan inconsolable
como el que deja un cuerpo
entre las sábanas
                y más
cuando la lasitud de la memoria
ocupa un espacio mayor
del que razonablemente le corresponde.

Linda el amanecer con la almohada
y algo jadea cerca, acaso un último
estertor adherido
a la carne, la otra vez adversaria
emanación del tedio estacionándose
entre los utensilios de la noche.

Despierta, ya es de día, mira
los restos del naufragio
bruscamente esparcidos
en la vidriosa linde del insomnio.

Sólo es un pacto a veces, una tregua
ungida de sudor, la extenuante
reconstrucción del sitio
donde estuvo asediado el taciturno
material del deseo.

                 Rastros
hostiles reptan entre un cúmulo
de trofeos y escorias, amortiguan
la inerme acometida de los cuerpos.
A batallas de amor campo de plumas.

Una mujer en la ventana – Teresa Agustín

Una mujer en la ventana,
incierta como luna navegando por el mar,
princesas destronadas que inventan historias
de reyes rojos, y mujeres sueño con labios
muertos, donde crecen las manos de los árboles.
Una niña del miedo llorando en el acantilado
mientras contempla a una ahogada.

Sólo esto vi en una noche múltiple y
dolorosa, donde un arlequín sin manos,
sin pies, volvía a colocarse entre mi sombra y el día.
Sueños desde el acantilado donde vive la iguana,
del que ya te he hablado,
y en el que he decidido insistir.

Permanencia del pensamiento en el paisaje – Dolores Catarineu

Cada rama demuestra
un alto pensamiento.
Cada raíz responde
a un goce permanente.

Cada nube es un sueño
que se deshace en rosa.
Cada soplo de viento
es un latido breve.

Cada charco de lluvia
espera una mirada.
Cada hoja olvidada
una palabra muerta.

Cada señal de vida,
una vida que pasa.
¡Y cada pensamiento
un anhelo en la nada!

Bosque – Antonio Lucas

A Manu Llorente

Tú sabes que en el bosque
siempre hay algo que te mira.

Una forma que no ves,
un rumor imprescindible, silábico, triunfal.

Un rumor o una amenaza
que suele estar muy cerca.

En el bosque la verdad
dispone antes su engaño que su danza.

Nunca es sólo noche.
Y nunca es sólo día.

Y cómo milagrea su pasmo junto al mío.
Y qué veloz el fuego en la jaula de su nada.

También un hombre es esto:
la suma de otros cuerpos sucesivos.

El hombre es lo de menos en el bosque.
El hombre es muchas cosas que nunca hemos sabido.

Absurda majestad, decías a veces.
Fulgor y trampa, digo ahora.

Y cómo puede ser si yo cuando respiro
asumo la certeza de la especie o avivo mi fingir de tribu insomne.

Y cómo puede ser que el hombre aún suene a bosque.
Que suene a lenta historia de fantasmas, desde entonces.