Qué alegría, vivir
sintiéndose vivido.
Rendirse
a la gran certidumbre, oscuramente,
de que otro ser, fuera de mí, muy lejos,
me está viviendo.
Que cuando tos espejos, los espías,
azogues, almas cortas, aseguran
que estoy aquí, yo, inmóvil,
con los ojos cerrados y los labios,
negándome al amor
de la luz, de la flor y de los nombres,
la verdad trasvisible es que camino
sin mis pasos, con otros,
allá lejos, y allí
estoy besando flores, luces, hablo.
Que hay otro ser por el que miro el mundo
porque me está queriendo con sus ojos.
Que hay otra voz con !a que digo cosas
no sospechadas por mi gran silencio;
y es que también me quiere con su voz.
La vida -¡qué transporte ya!-, ignorancia
de lo que son mis actos, que ella hace,
en que ella vive, doble, suya y mía.
Y cuando ella me hable
de un cielo oscuro, de un paisaje blanco,
recordaré
estrellas que no vi, que ella miraba,
y nieve que nevaba allá en su cielo.
Con la extraña delicia de acordarse
de haber tocado lo que no toqué
sino con esas manos que no alcanzo
a coger con las mías, tan distantes.
Y todo enajenado podrá el cuerpo
descansar, quieto, muerto ya. Morirse
en la alta alta confianza
de que este vivir mío no era sólo
mi vivir: era el nuestro. Y que me vive
otro ser por detrás de la no muerte.
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La felicidad inminente – Pedro Salinas
Miedo, temblor en mí, en mi cuerpo;
temblor como de árbol cuando el aire
viene de abajo y entra en él por las raíces,
y no mueve las hojas, ni se le ve.
Terror terrible, inmóvil.
Es la felicidad. Está ya cerca.
Pegando él oído al cielo se la oiría
en su gran marcha subceleste, hollando nubes.
Ella, la desmedida, remotísima,
se acerca aceleradamente,
a una velocidad de luz de estrella,
y tarda
todavía en llegar porque procede
de más allá de las constelaciones.
Ella, tan vaga e indecisa antes,
tiene escogido cuerpo, sitio y hora.
Me ha dicho. "Voy". Soy ya su destinada presa.
Suyo me siento antes de su llegada,
como el blanco se siente de la flecha,
apenas deja el arco, por el aire.
No queda el esperarla
indiferentemente, distraído,
con los ojos cerrados y jugando
a adivinar, entre los puntos cardinales,
cuál la prohijará. Siempre se tiene
que esperar a la dicha con los ojos
terriblemente abiertos:
insomnio ya sin fin si no llegara.
Por esa puerta por la que entran todos
franquearé su paso lo imposible,
vestida de un ser más que entre en mi cuarto.
En esta luz y no en luces soñadas,
en esta misma luz en donde ahora
se exalta en blanco el hueco de su ausencia,
ha de lucir su forma decisiva.
Dejará de llamarse
felicidad, nombre sin dueño. Apenas
llegue se inclinará sobre mi oído
y me dirá: "Me llamo..."
La llamaré así, siempre, aún no sé cómo,
y nunca más felicidad.
Me estremece
un gran temblor de víspera y de alba,
porque viene derecha toda, a mí.
Su gran tumulto y desatada prisa
este pecho eligió para romperse en él,
igual que escoge cada mar
su playa o su cantil donde quebrarse.
Soy yo, no hay duda; el peso incalculable
que atas leves transportan y se llama
felicidad, en todos los idiomas
y en el trino del pájaro,
sobre mí caerá todo,
como la luz del día entera cae
sobre los dos primeros ojos que la miran.
Escogido estoy ya para la hazaña
del gran gozo del mundo:
de soportar la dicha, de entregarla
todo lo que ella pide, carne, vida,
muerte, resurrección, rosa, mordisco;
de acostumbrarme a su caricia indómita,
a su rostro tan duro, a sus cabellos
desmelenados,
a la quemante lumbre, beso, abrazo,
entrega destructora de su cuerpo.
Lo fácil en el alma es lo que tiembla
al sentirla venir. Para que llegue
hay que irse separando, uno por uno,
de costumbre, caprichosos,
hasta quedarnos vacantes, sueltos,
al vacar primitivo del ser recién nacido,
para ella.
Quedarse bien desnudos,
tensas las fuerzas vírgenes
dormidas en el ser, nunca empleadas,
que ella, la dicha, sólo en el anuncio
de su ardiente inminencia galopante,
convoca y pone en pie.
Porque viene a luchar su lucha en mí.
Veo su doble rostro,
su doble ser partido, como el nuestro,
las dos mitades fieras, enfrentadas.
En mi temblor se siente su temblor,
su gran dolor de la unidad que sueña,
imposible unidad, la que buscamos,
ella en mí, en ella yo. Porque la dicha
quiere también su dicha.
Desgarrada en dos, llega con el miedo
de su virginidad inconquistable,
anhelante de verse conquistada.
Me necesita para ser dichosa,
lo mismo que a ella yo.
Lucha entre darse y no, partida alma;
su lidiar
lo sufrimos nosotros al tenerla.
Viene toda de amiga
porque soy necesario a su gran ansia
de ser
algo más que la idea de su vida;
como la rosa, vagabunda rosa
necesita posarse en un rosal,
y hacerle así feliz, al florecerse.
Pero a su lado, inseparable doble,
una diosa humillada se retuerce,
toda enemiga de la carne esa
en que viene a buscar mortal apoyo.
Lucha consigo.
Los elegidos para ser felices
somos tan sólo carne
donde la dicha libra su combate.
Quiere quedarse e irse, se desgarra,
por sus heridas nuestra sangre brota,
ella, inmortal, se muere en nuestras vidas,
y somos los cadáveres que deja.
Viva, ser viva, en algo humano quiere,
encarnarse, entregada; pero al fondo
su indomable altivez de diosa pura
en el último don niega la entrega,
si no es por un minuto, fugacísima.
En un minuto sólo, pacto,
se la siente total y dicha nuestra.
Rendida en nuestro cuerpo,
ese diamante lúcido y soltero
que en los ojos le brilla,
rodará rostro abajo, tibio par,
mientras la boca dice: "Tenme".
Y ella, divino ser, logra su dicha
sólo cuando nosotros la logramos
en la tierra, prestándole
los labios que no tiene. Así se calma
un instante su furia. Y ser felices
es el hacernos campo de sus paces.
Me estoy labrando tu sombra… – Pedro Salinas
Me estoy labrando tu sombra.
La tengo ya sin los labios,
rojos y duros; ardían.
Te los habría besado
aún mucho más.
Luego te paro los brazos,
rápidos, largos, nerviosos.
Me ofrecían el camino
para que yo te estrechara.
Te arranco el color, el bulto.
Te mato el paso. Venías
derecha a mí. Lo que más
pena me ha dado, al callártela,
es tu voz. Densa, tan cálida,
más palpable que tu cuerpo.
Pero ya iba a traicionamos.
Así
mi amor está libre, suelto,
con tu sombra descarnada.
Y puedo vivir en ti
sin temor
a lo que yo más deseo,
a tu beso, a tus abrazos.
Estar ya siempre pensando en los labios, en la voz,
en el cuerpo,
que yo mismo te arranqué
para poder, ya sin ellos,
quererte.
¡Yo, que los quería tanto!
Y estrechar sin fin, sin pena
— mientras se va inasidera,
con mi gran amor detrás,
la carne por su camino —
tu solo cuerpo posible:
tu dulce cuerpo pensado.
Fe mía – Pedro Salinas
No me fío de !a rosa
de papel,
tantas veces que la hice
yo con mis manos.
Ni me fío de la otra
rosa verdadera,
hija del sol y sazón,
la prometida del viento.
De ti que nunca te hice,
de ti que nunca te hicieron,
de ti me fío, redondo
seguro azar.
Eterna presencia – Pedro Salinas
No importa que no te tenga,
no importa que no te vea.
Antes te abrazaba,
antes te miraba,
te buscaba toda,
te quería entera.
Hoy ya no les pido,
ni a manos ni a ojos,
las últimas pruebas.
Estar a mi lado
te pedía antes;
sí, junto a mí, sí,
sí, pero allí fuera.
Y me contentaba
sentir que tus manos
me daban tus manos,
sentir que a mis ojos
les dabas presencia.
Lo que ahora te pido
es más, mucho más,
que beso o mirada:
es que estés más cerca
de mí mismo, dentro.
Como el viento está
invisible, dando
su vida a la vela.
Como está la luz
quieta, fija, inmóvil,
sirviendo de centro
que nunca vacila
al trémulo cuerpo
de llama que tiembla.
Como está la estrella,
presente y segura,
sin voz y sin tacto,
en el pecho abierto,
sereno, del lago.
Lo que yo te pido
es sólo que seas
alma de mi ánima,
sangre de mi sangre
dentro de las venas.
Es que estés en mí
como el corazón
mío que jamás
veré, tocaré,
y cuyos latidos
no se cansan nunca
de darme mi vida
hasta que me muera.
Como el esqueleto,
el secreto hondo
de mi ser, que sólo
me verá la tierra,
pero que en el mundo
es el que se encarga
de llevar mi peso
de carne y de sueño,
de gozo y de pena
misteriosamente
sin que haya unos ojos
que jamás le vean.
Lo que yo te pido
es que la corpórea
pasajera ausencia
no nos sea olvido,
ni fuga, ni falta:
sino que me sea
posesión total
del alma lejana,
eterna presencia.
El alma tenías… – Pedro Salinas
El alma tenías
tan clara y abierta,
que yo nunca pude
entrarme en tu alma.
Busqué los atajos
angostos, los pasos
altos y difíciles ...
A tu alma se iba
por caminos anchos.
Preparé alta escala
— soñaba altos muros
guardándote el alma —
pero el alma tuya
estaba sin guarda
de tapial ni cerca.
Te busqué la puerta
estrecha del alma,
pero no tenía,
de franca que era,
entradas tu alma.
¿En dónde empezaba?
¿Acababa, en dónde?
Me quedé por siempre
sentado en las vagas
lindes de tu alma.
El mal invitado – Pedro Salinas
Quedarme aquí
en esta casa
donde estoy de paso.
Y lo que cogen los ojos
con torpe prisa de avaro
—ángulo, relumbre en sombra,
hoja y cielo en la almohada—,
visto al fulgor del momento,
y lo agavillan ansiosos
para llevárselo,
verlo despacio,
a luz de sol y de luna,
a luz de estío y otoño,
a luz de goce y de pena.
Verlo tanto
que esto que me queda ahora
clavado e inolvidable
como el más alto cantar,
esto, que nunca se olvidará
en mí porque fue del tiempo,
de tan mío, de tan visto,
de tan descifrado, fuera,
eternidad, lo olvidado.
Si me llamaras, sí,… – Pedro Salinas
¡Si me llamaras, sí,
si me llamaras!
Lo dejaría todo,
todo lo tiraría:
los precios, los catálogos,
el azul del océano en los mapas,
los días y sus noches,
los telegramas viejos
y un amor.
Tú, que no eres mi amor,
¡si me llamaras!
Y aún espero tu voz:
telescopios abajo,
desde la estrella,
por espejos, por túneles,
por los años bisiestos
puede venir. No sé por dónde.
Desde el prodigio, siempre.
Porque si tú me llamas
—¡si me llamaras, sí, si me llamaras!—
será desde un milagro,
incógnito, sin verlo.
Respuesta a la luz – Pedro Salinas
Sí, sí, dijo el niño, sí.
Y nadie le preguntaba.
¿Qué le ofrecías, la noche,
tú, silencio, qué le dabas
para que él dijera a voces,
tanto sí, que sí, que sí?
Nadie le ofrecía nada.
Un gran mundo sin preguntas,
vacías las negras manos
—ámbitos de madrugada—,
alrededor enmudece.
Los síes —¡qué golpetazos
de querer en el silencio!—,
las últimas negativas
a la noche le quebraban.
Sí, sí a todo, a todo sí,
a la nada sí, por nada.
Allá por los horizontes
sin que nadie —él solo: nadie—
la escuchara, sigilosa
de albor, rosa y brisa tierna,
iba la pregunta muda,
naciendo ya, la mañana.
Tres Poemas de Pedro Salinas
Primer vídeo de una serie que iré subiendo a medida que vaya editándolos con tres poemas seleccionados de cada poeta.