Archivo de la categoría: Poesía Vasca

Cantar – Gabriel Celaya

Perdido entre las cosas		
mi corazón, mi corazón		
que toma el nuevo nombre		
de cada nuevo amor.		

Una sonrisa basta,		
un jazmín, un color		
para llevarse entero		
mi corazón, mi corazón.		

El mundo en vilo viene		
a ser en mi canción,		
a ser él mismo siendo		
en mí que ya no soy.		

¡Oh pasos en la nada!		
Mi corazón, mi corazón		
diciendo los mil nombres		
y olvidando mi voz.		

¡Oh tú, que yo recreo		
más puro en la canción,		
que ya no eres tú mismo		
como yo no soy yo!		

Se me va, peregrino,		
mi corazón, mi corazón,		
pero me queda, eterno,		
el hijo de mi amor.

Patria mía – Jon Juaristi

Llamarla mía y nada todo es uno
aunque naciera en ella y siga a oscuras
fatigando sus tristes espesuras
y ofrendándole un canto inoportuno.

Juré sus fueros en Guemica y Luno,
como mandan sus santas escrituras,
y esta tierra feroz, feraz en curas,
me dio un roble, un otero y una muno.

Y una mano —perdón—, mano de hielo,
de nieve no, que crispa y atiranta
yo no sé si el rencor o el desconsuelo.

Y una raza me dio que reza y canta
ante el cántabro mar Cantos de Lelo.
No merecía yo ventura tanta.

Tibia noche de verano – Kirmen Uribe

Tibia noche de verano.
Llega música desde el bar.
Quiero huir hacia mi interior.
Siento en mis venas
la compasiva droga.
Corre, corre,
la serpiente es quien mejor conoce
mis más oscuros rincones.
Es la única cosa
que me abraza por dentro.



UDAKO GAU EPELA

Udako gau epela.
Musika tabernatik.
Neure barrura ihes egin nahi dut.
Droga onbera sentitzen dut
zainetan barrena.
Badoa, badoa,
sugeak ezagutzen baititu
hobekien nire bazter ilunenak.
Barrutik besarkatzen
nauen gauza bakarra da.

A Blas de Otero – Gabriel Celaya

Amigo Blas de Otero: Porque sé que tú existes,		
y porque el mundo existe, y yo también existo,		
porque tú y yo y el mundo nos estamos muriendo,		
gastando nuestras vueltas como quien no hace nada,		
quiero hablarte y hablarme, dejar hablar al mundo		
de este dolor que insiste en todo lo que existe.		

Vamos a ver, amigo, si esto puede aguantarse:		
el semillero hirviente de un corazón podrido,		
los mordiscos chiquitos de las larvas hambrientas,		
los días cualesquiera que nos comen por dentro,		
la carga de miseria, la experiencia —un residuo—,		
las penas amasadas con lento polvo y llanto.		

Nos estamos muriendo por los cuatro costados,		
y también por el quinto de un Dios que no entendemos.		
Los metales furiosos, los mohos del cansancio,		
los ácidos borrachos de amarguras antiguas,		
las corrupciones vivas, las penas materiales...,		
todo esto —tú sabes—, todo esto y lo otro.		

Tú sabes. No perdonas. Estás ardiendo vivo.		
La llama que nos duele quería ser un ala.		
Tú sabes y tu verso pone el grito en el cielo.		
Tú, tan serio, tan hombre, tan de Dios aun si pecas,		
sabes también por dentro de una angustia rampante,		
de poemas prosaicos, de un amor sublevado.		

Nuestra pena es tan vieja que quizá no sea humana:		
ese mugido triste del mar abandonado,		
ese temblor insomne de un follaje indistinto,		
las montañas convulsas, el éter luminoso,		
un ave que se ha vuelto invisible en el viento,		
viven, dicen y sufren en nuestra propia carne.		

Con los cuatro elementos de la sangre, los huesos,		
el alma transparente y el yo opaco en su centro,		
soy el agua sin forma que cambiando se irisa,		
la inercia de la tierra sin memoria que pesa,		
el aire estupefacto que en sí mismo se pierde,		
el corazón que insiste tartamudo afirmando.		

Soy creciente. Me muero. Soy materia. Palpito.		
Soy un dolor antiguo como el mundo que aún dura.		
He asumido en mi cuerpo la pasión, el misterio,		
la esperanza, el pecado, el recuerdo, el cansancio.		
Soy la instancia que elevan hacia un Dios excelente		
la materia y el fuego, los latidos arcaicos.		

Debo salvarlo todo si he de salvarme entero.		
Soy coral, soy muchacha, soy sombra y aire nuevo,		
soy el tordo en la zarza, soy la luz en el trino,		
soy fuego sin sustancia, soy espacio en el canto,		
soy estrella, soy tigre, soy niño y soy diamante		
que proclaman y exigen que me haga Dios con ellos.		

¡Si fuera yo quien sufre! ¡Si fuera Blas de Otero!		
¡Si sólo fuera un hombre pequeñito que muere		
sabiendo lo que sabe, pesando lo que pesa!		
Mas es el mundo entero quien se exalta en nosotros		
y es una vieja historia lo que aquí desemboca.		
Ser hombre no es ser hombre. Ser hombre es otra cosa.		

Invoco a los amantes, los mártires, los locos		
que salen de sí mismos buscándose más altos.		
Invoco a los valientes, los héroes, los obreros,		
los hombres trabajados que duramente aguantan		
y día a día ganan su pan, mas piden vino.		
Invoco a los dolidos. Invoco a los ardientes.		

Invoco a los que asaltan, hiriéndose, gloriosos,		
la justicia exclusiva y el orden calculado,		
las rutinas mortales, el bienestar virtuoso,		
la condición finita del hombre que en sí acaba,		
la consecuencia estricta, los daños absolutos.		
Invoco a los que sufren rompiéndose y amando.		

Tú también, Blas de Otero, chocas con las fronteras,		
con la crueldad del tiempo, con límites absurdos,		
con tu ciudad, tus días y un caer gota a gota,		
con ese mal tremendo que no te explica nadie.		
Irónicos zumbidos de aviones que pasan		
y muertos boca arriba que no, no perdonamos.		

A veces me parece que no comprendo nada,		
ni este asfalto que piso, ni ese anuncio que miro.		
Lo real me resulta increíble y remoto.		
Hablo aquí y estoy lejos. Soy yo, pero soy otro.		
Sonámbulo transcurro sin memoria ni afecto,		
desprendido y sin peso, por lúcido ya loco.		

Detrás de cada cosa hay otra cosa que es la misma,		
idéntica y distinta, real y a un tiempo extraña.		
Detrás de cada hombre un espejo repite		
los gestos consabidos, más lejos ya, muy lejos.		
Detrás de Blas de Otero, Blas de Otero me mira,		
quizá me da la vuelta y viene por mi espalda.		

Hace aún pocos días caminábamos juntos		
en el frío, en el miedo, en la noche de enero		
rasa con sus estrellas declaradas lucientes,		
y era raro sentirnos diferentes, andando.		
Si tu codo rozaba por azar mi costado,		
un temblor me decía: «Ése es otro, un misterio».		

Hablábamos distantes, inútiles, correctos,		
distantes y vacíos porque Dios se ocultaba,		
distintos en un tiempo y un lugar personales,		
en las pisadas huecas, en un mirar furtivo,		
en esto con que afirmo: «Yo, tú, él, hoy, mañana»,		
en esto que separa y es dolor sin remedio.		

Tuvimos aún que andar, cruzar calles vacías,		
desfilar ante casas quizá nunca habitadas,		
saber que una escalera por sí misma no acaba,		
traspasar una puerta —lo que es siempre asombroso—,		
saludar a otro amigo también raro y humano,		
esperar que dijeras: «Voy a leer unos versos».		

Daba miedo mirarte solo allá, en lo redondo		
de una lámpara baja y un antiguo silencio.		
Mas hablaste: el poema creció desde tu centro		
con un ritmo de salmo, como una voz remota		
anterior a ti mismo, más allá de nosotros.		
Y supe —era un milagro—: Dios al fin escuchaba.		

Todo el dolor del mundo le atraía a nosotros.		
Las iras eran santas; el amor, atrevido;		
los árboles, los rayos, la materia, las olas,		
salían en el hombre de un penar sin conciencia,		
de un seguir por milenios, sin historia, perdidos.		
Como quien dice «sí», dije «Dios» sin pensarlo.		

Y vi que era posible vivir, seguir cantando.		
Y vi que el mismo abismo de miseria medía		
como una boca hambrienta, qué grande es la esperanza.		
Con los cuatro elementos, más y menos que hombre,		
sentí que era posible salvar el mundo entero,		
salvarme en él, salvarlo, ser divino hasta en cuerpo.		

Por eso, amigo mío, te recuerdo, llorando;		
te recuerdo, riendo; te recuerdo, borracho;		
pensando que soy bueno, mordiéndome las uñas,		
con este yo enconado que no quiero que exista,		
con eso que en ti canta, con eso en que me extingo		
y digo derramado: amigo Blas de Otero.

Deriva – Gabriel Celaya

Son poemas, poemas;		
son los entusiasmos que para bien nos mienten,		
los hundimientos siempre superables,		
los errores que quizá no sean errores.		

Es el motor de explosión «hombre»,		
los fácil-felizmente caprichos sucesivos,		
la melancolía con demoras sensuales,		
unos versos, restos de cierta hermosa anchura.		

Son los grandes gritos por pequeñas causas,		
una amada, el deseo que al fin dice su nombre,		
y una fecha, un lugar, un sobresalto:		
Dios fotografiado al magnesio.		

El brillante delirio de una rosa impalpable,		
el yo que ahora resulta que realmente existe,		
los mil fuegos cambiantes de un anhelo sin meta:		
un ala retenida, pero que palpita.		

Son las cabezudas evidencias de un niño		
hidrocéfalo y tierno que, triste, sonríe;		
las muchachas que mueren porque son impalpables,		
las balanzas nocturnas, casi musicales.		

Aquí peticiones de principio cantan.		
Días suman días; yo derivo versos,		
versos engañosos que no acaban nunca;		
versos que quisieran morderse la cola.		

Resbalo en mí mismo cambiando de nombre,		
cambiando de forma, cambiando el futuro.		
Es el amor —se entiende— o bien —no se entiende—		
la libertad abierta: vivir de entregarse.

España extraña – Gabriel Celaya

Esta fuerza extraña,		
viva, enmarañada,		
esta entraña a gritos que llamamos España		
está en mí, no la pienso,		
no puedo pensarla según la teoría con que quieren castrarla		
los que en nombre de un pasado dicen: gloria, punto y raya.		

Esta fuerza real que llamamos España,		
rabiosa, suficiente,		
no es gótico-galaico-leonesa-romana,		
ni es árabe, ni griega, ni austriaco-castellana.		
Es ibera, terrible, sagradamente arcaica,		
mi materia y mi magia.		

Yo no puedo pensarla.		
Yo no puedo decir mi España es buena o mala,		
si es triste o violenta, si es hermosa o si mata.		
Yo no puedo juzgarla		
porque yo soy en ella y ella en mí, transcendiendo,		
y así a fondo me sumo fieramente existiendo.		

Porque soy, porque soy		
tierra roja y cargada sustancia milenaria,		
dulce aceite espesado,		
seco esparto, sal pura, ríos con larga historia,		
cuerpo ibero con venas de metales hirientes,		
que fulgen golpeando,		

montañas decididas		
en lo llano absoluto de un planeta pensante,		
gritos por fin absueltos,		
cara a un cielo que todo lo refleja sin mancha,		
voluntades paradas,		
gestas que, no la tinta, la geología exalta,		

costas rotas que muerden con amor violento,		
muriendo de su muerte, los mares más lejanos,		
terrones trabajados		
por muertos anteriores a la historia contada,		
hazañas de una entraña que aún no agotó sus formas,		
nutre mi carne de patria.		

¡Que no vengan a decirme que es un problema mi España!		

Yo la tengo sin pensarla		
y, adorando o maldiciendo, soy desde dentro un «¿qué pasa?».		
Y este físico misterio		
como un cuerpo de amor, me tiene tanto		
que yo mismo no distingo si es que lo adoro o lo ataco.		

Fiera amante, madre amarga,		
te maldigo, me deshago, te violo, canto claro,		
y esta rabia que te grito		
es la rabia con que trato de dar a luz lo más mío,		
y es mi manera de amarte,		
y es mi manera de hablarme sin perdonarme a mí mismo.		

España ciega, mi España		
seca, hermosa, exasperante,		
ancha España que en vano cabalgo, nunca abarco,		
España que en mí lates		
y más y más te afirmas cuanto más te combato,		
y eres yo sin ser mía, no consciente, de carne.		

Como me tienes, te tengo,		
como te tengo, me tienes, y poco importa qué pienso,		
pues en ti vivo y respiro.		
Tú eres mi aire y mi tierra, tú, mi cuerpo y mi elemento,		
y maldecirte, maldigo		
de mí mismo porque pienso que aún no cumplí lo que debo.

Rosario – Jon Juaristi

Yo la quería mucho, pero entonces
amar y destruir sonaban parecido,
como en los más confusos poemas de Aleixandre.
Nos casamos con otros. Tal vez así perdimos
lo mejor de la vida. Quién sabe. Hubo una noche
en que ambos acordamos que pudo ser distinto
el rumbo de esta historia de culpa y cobardía.
Se quitó el pasador de su cabello oscuro
y me lo dio al marchar, y nunca volví a verla.
Murió. No lo he sabido hasta esta tarde misma,
varios años después, en su pequeño pueblo
y frente a la serena desolación del mar.
Ahora intento evocarla, pero se desvanece:
No he encontrado siquiera su pasador de rafia.

Última Erectio – Jon Juaristi

(Oración gnóstica para las postrimerías)

Sólo roza mis labios el extremo del ala
de aquél ángel terrible que fue mi compañero.
Privilegio del légamo: ahora sé lo que espero
de la rosa que muere, de la sal que desala.

Por mi pecho y mi vientre garra suave resbala
hacia el sexo aterido, y de un golpe certero
desbarata la dulce trabazón. Por entero
desmenuza en la sombra la materia que tala.

Basílides, Marción, blasfemos pertinaces
que pusisteis la nada por cimiento del mundo
y al abismo arrancasteis -Valentín- la palabra.

Ángel de la carroña, que a zarpazos deshaces
la rotunda bandera del amor moribundo.
Rogad por mí al divino aguijón que me labra.

Lauretta – Jon Juaristi

Ya cesaron las lluvias.
Ya perdieron su flor los jacarandáes.
Pronto me iré de aquí.

No hice muchos amigos.
No bajé a los infiernos como Lowry,
y nada me importabas
cuando te conocí.

Ojalá no te hubiera conocido,
boca de ajonjolí.
Ojalá no te hubiera querido
así.

Sólo espero que nunca la tristeza
te trate como a mí.