Archivo de la categoría: Premio Adonáis

Perdedores – Ana Merino

Perdedores, este desierto es un espejismo
por donde la luz de los sueños
va filtrando extrañas sensaciones,
soplos de viento que a veces se confunden
con la vida anhelada de los vaqueros solitarios.

Este lugar es el que eligieron los legendarios pioneros
que creían en Dios a su manera, por eso forjaron el oeste
con lentos carromatos y familias resignadas,
caminos llenos de piedras, rutas que luego se abrirían
a las veloces diligencias y a los trenes de vapor.

Horizonte de aves carroñeras y graznidos,
remolino de polvo, ladridos que hacen eco,
cansancio que relincha y se siente desgraciado
y se moja los labios en el abrevadero
y nota las espuelas clavarse en el costado.

Perdedores que compartís la derrota,
esa señal de vuestra estirpe que siempre os encarcela,
ese abismo de ingenuidad malvada, de celos acuchillados
y ataques grises de ira sin sentido que os convierten
en serpiente de cascabel temblando sobre la tierra.

Vuestras armas se encasquillan, vuestros planes se desbaratan;
el infinito es polvo seco de fracaso,
la vida un desaliento rabioso parecido a las pataletas infantiles,
que a veces explosionan con gritos y llantinas
cuando ya está todo perdido.

La escenografía desgraciada de los niños que quieren
complacer a su madre, demostrar que son hombres
con alma de bandidos;
demostrar que podrían llevarse todo el oro de los bancos,
para luego esconderlo en un lugar secreto.

Decorados de cartón piedra
para los hermanos malos que son crédulos
y quieren ser invencibles gigantes
y creen en los poderes de la magia invisible
que habita en un simple sombrero.

Hermanos fracasados que mastican derrotas
pero no se arrepienten ni se cansan,
y están siempre tramando ese golpe maestro,
impregnado en un sueño con pésimas ideas
y errores repetidos como una melodía de días circulares.

Paisaje de meseta – Jesús Bernal

He bajado a la fuente tras la lluvia
para dar un paseo.
Salpicado de charcos, el camino
serpentea entre encinas.
Oigo cantar
las últimas cigarras y contemplo
en la linde del muro
unas flores menudas y anodinas
cuyo nombre no sé.
Pienso que todo es pobre en esta tierra.
Apreciar su hermosura nos exige
cierta disposición de la mirada.
En su vulgaridad, este paisaje
de algún modo es perfecto
para quien lo examina sin premura,
hermoso pese a ser
tan sencillo y humilde
como estas flores cuyo nombre ignoro.

Tú desde lejos mirando – Joaquín Benito de Lucas

Tú, desde lejos, mirando
pasar lo mismo que un río
mi corazón mientras llegan
abriéndose en grandes círculos
de brazos todas las cosas
que pudieron ser testigos
sin nosotros. Tú, tan lejos,
y yo, tan cerca, te miro
como a un sueño. Tú, tan cerca,
yo, tan lejos —vives— vivo
de ti, sintiendo tus ojos
de par en par detenidos
sobre mi memoria. Lejos
estás, pero yo te sigo
teniendo cerca, sintiéndote
cerca como los latidos
de mi corazón. Y llamo
tu nombre a voces, a gritos
por el aire, que tan cerca
lleno tus ojos de olvido.

Despedida – Ana Merino

Decirle adiós a la oficina
sobre la niebla densa
de las montañas.
A las horas que inventaron
la dicha de ser
una apasionada de la literatura,
del fútbol, de las colecciones
de secretos y cosas diminutas.
A la estela de los grandes trofeos,
las cajetillas de fósforos, los bastones,
las perchas, los abanicos y las peinetas.

Decirle adiós al recorrido
de la bicicleta eléctrica
que simula el pedaleo
en los tramos en cuesta.
Al susurro vertical
del asfalto húmedo
en los deshielos matutinos.

A los cuadros, a las esculturas,
a la invención de las teorías y los tratados
que explican
la naturaleza creativa
del gesto misericordioso
del académico
que promete cuidar
el pulso de los libros
y acaricia sus lomos
con ternura y nostalgia.

Decirle adiós a la rutina
de los compromisos banales,
a la gestión desbordada
que germina en encuentros
y ratos luminosos.
A la vida que evoca las metáforas,
y se mira en el espejo de los siglos,
y encuentra su lugar
en el reflejo de todo lo que ama.

El reloj y la muerte – Francisco Brines

Lento voy con la tarde
meditando un recuerdo
de mi vida, ya sólo
y para siempre mío.

Y en el ciprés, que es muerte,
reclino el cuerpo, miro
la superficie blanca
de los muros, y sueño.

El sol da en la varilla
de hierro, y una sombra
señala en la pared,
lentamente la mueve.

Cierro los ojos. Llega
la brisa, gira las hojas,
roza mis sienes. Abro
nuevamente los ojos.

En la pared anida
la tarde oscura. Nada
visible late, rueda.
Callan el mar y el campo.

Muy despacio se mueve
el corazón, señala
las horas de la noche.
Lucen altas estrellas.

Vive por él un muerto
que ya no tiene rostro;
bajo la tierra yace,
como el vivo, esperando.

Orfeo en el Elíseo – Juan Herrero Diéguez

ME acuerdo de jugar descalzos muchas veces,
¿lo recuerdas? Bailábamos
en las losetas viejas del garaje
la canción del verano, la que fuera.

También me acuerdo del olor a limpio
de los ambientadores de los coches
y del barniz y el cloro y de los globos de agua
y de las cenas juntos en la mesa del patio.

Me acuerdo de hasta cómo ibas vestida
cuando por fin me decidí a pedirte
que salieras conmigo, tanto tiempo después,
pero no soy capaz de recordar
cuál era el tono exacto de tu voz,
ni cuál era tu olor cuando te levantabas.

He oído en estos años cómo crecen
ortigas por las jambas de las puertas:

Por eso fui a buscarte al inframundo.

Suicidio – María Paz Otero

OTRA muerte. Tal vez
el comienzo de otra vida.
La decisión última de saltar
a otros lugares, de emprender
el sinuoso camino
que lleva hacia el descanso.
El cuerpo suspendido en el aire,
vivo todavía unos segundos, y luego, poco después,
inerte. Una imagen inmóvil rodeada de edificios,
un rostro que era de alguien,
unas manos que horas antes sostenían
un tazón de leche, un billete de metro, el rostro de otra joven...
ahora yacen frías, ocultas por el polvo, 
y entre ellas la vida se desliza
como entre las cañas el lomo de la serpiente.

Vuelo del mirlo – Jesús Bernal

Rompió a volar el mirlo en la arboleda.
Su fuga desgarró
el cielo de la tarde.
Todo quedó abolido
con la detonación de su aleteo.
Batiendo la neblina
se perdió por un túnel de carrascas.
En la brasa del pico
hurtó la luz postrera de los bosques.
Tal vez todo esperaba
el gesto de esta ave,
su chasquido de pánico,
para entregarse inerme a la tiniebla.
Trajo ceniza el viento,
fueron plomo las frondas.
Avanzó incombatible la penumbra
por el valle asfixiado.
Se alimentó la noche vorazmente
con la negra resina de la tierra.

¿De dónde sacas el aire? – Joaquín Benito de Lucas

¿De dónde sacas el aire
para mover la alegría?
Todo es asombro. Las cosas
tocadas con manos limpias
permanecen inmutables
para el hombre. ¿Quién olvida
que estamos haciendo uso
de lo que no se termina
en nosotros? ¿Para nada
ha de servir la bebida
del amor? Asombro todo
porque todo nos fascina.
Esa luz que resplandece,
si es estrella o es bujía,
¿sabe más de Dios? Misterio
y asombro de las divinas
cosas que el hombre maneja.
Llevemos las manos limpias
para estrechar a los seres
que desde su ser nos miran.
Llevemos limpio el espíritu.
Sólo asombro y alegría
del corazón. Quien se esfuerce
más se cansará. Sencilla,
como la luz de la tarde,
y como la luz, tan limpia,
ha de estar el alma a punto
para atravesar la vida,
que si nos llega el asombro
y nos invade, medida
es de que estamos amando
lo que vive en la otra orilla
de uno mismo; es tropezar
de ojos con lo que respira
y que sustenta en el aire
su asombro también. Cautiva
cada cosa está, y se esfuerza
porque parezca mentira.
Deja que vibren y sueñen,
deja que sueñen y vivan.
¡Y que el asombro que daña
hoy, mañana nos redima!