Unas veces me llegas aun antes de pensarte
y ocupas el papel hasta el último verso,
colmado en la certeza como sábana
desposeída de su abismo blanco,
Luna llena rotunda en un cielo sin nubes,
ceñida en su perfil copioso y neto,
significado en luz latente en la memoria
sellada por el título indudable.
Otras me dejas versos desleídos
flotando en una inercia de duración y música,
latido oscuro en fraude de palabras,
imagen escindida en un espejo roto,
un puñado de añicos y de sílabas
borrándose en la fuga de su color menguante,
en la nube que adensa tu aroma y tu perfume
al disolver la línea y la sintaxis.
Dónde estarás ahora, bajo qué luz distinta
relucirá tu piel acariciada.
Quién te verá tenderte entornando los ojos
como cae la sombra sobre la paz de un río.
Te mirará desnuda mientras doblas
tu ropa en el asiento de una silla;
se sentirá bendito como un día de invierno
anegado en el Sol azul sobre la nieve
cuando llegues a él como desciende el águila,
y al recoger las alas para abrigar su peso
convierte la belleza del vértice y la altura
en la del cuello airoso y del plumaje inmóvil.
Cuando otras voces suenen alejándose
después de haber pasado sobre ti,
no te busques leyendo las arrugas sinónimas
del borrón de tus sábanas revueltas;
quédate en un rincón con este libro
y oirás danzar en él la luz del tiempo,
girando para ti como brillan y mueren
el olor y el resorte de una caja de música.
Archivo de la etiqueta: Guillermo Carnero
Óscar Wilde en París – Guillermo Carnero
Si proyectáis turbar este brillante sueño
impregnad de lavanda vuestro más fino pañuelo de seda
o acariciad las taraceas de vuestros secreteres de sándalo,
porque solo el perfume, si el criado
me tiende sobre plata una blanca tarjeta de visita,
me podría evocar una humana presencia.
Un bouquet de violetas de Parma
o mejor aún, una corbeille de gardenias.
Un hombre puede
arriesgarse unas cuantas veces, sobre la mesa
la eterna sonrisa de un amorcillo de estuco,
nunca hubo en Inglaterra un boudoir más perfecto,
mirad, hasta en los rincones una crátera de porcelana
para que las damas dejen caer su guante.
Oh, rien de plus beau que les printemps anglais,
decidme cómo hemos podido disipar estos años,
naturalmente, un par de guantes amarillos no se lleva dos veces,
cómo ha podido esta sangrienta burla
preservarnos del miedo y de la muerte.
Un hombre puede, a lo sumo unas cuantas veces,
arriesgar el silencio de su jardín cerrado.
Pero decid, Milady, si no estabais maravillosa preparando el clam-bake
con aquella guirnalda de hojas de fresa!
Las porcelanas en los pedestales
y tantísimas luces y brocados
para crear una ilusión de vida.
No, prefiero no veros, porque el aire nocturno,
agitando las sedas, desordenando los pétalos caídos
y haciendo resonar los cascabeles,
me entregará el perfume de las flores, que renacen y mueren en la sombra,
y el ansia y el deseo, y el probable dolor y la vergüenza
no valen el sutil perfume de las rosas
en esta habitación siempre cerrada.
El poema no escrito – Guillermo Carnero
Me gusta contemplarte al salir de la ducha,
como a Susana los ancianos bíblicos.
Por la puerta entornada te acecho cuando envuelves
en la toalla el muslo o el tobillo,
el pecho rebosante tras la línea del brazo:
odaliscas de Ingres, pastoras de Boucher
cálidas, sosegadas, inocentes,
ninfas de Bouguereau, esclavas de Gérôme,
Venus de Cabanel –horizontal espuma–,
tan redonduelamente comestibles.
Tendrá un nombre ese pliegue de la axila
que se bifurca en dos entre los dientes;
el leve mofletillo que bordea redondo
el friso de la media, debajo de la nalga;
ese cuenco rosado en que acaban las ingles,
donde el pulgar se tensa en breves círculos
entreabriendo el estuche de la lengua.
Tengo que consultar a un catedrático
de Anatomía.
Ya escribiré un poema
cuando esté muerta el arte del deseo.
Música para fuegos de artificio – Guillermo Carnero
Hace muy pocos años yo decía
palabras refulgentes como piedras preciosas
y veía rodar, como un milagro
abombado y azul, la gota tenue
por el cabello rubio hacia la espalda.
No eran palabras frágiles, prendidas al azar
de un evadido vuelo prescindible,
sino plenas y grávidas victorias
en las que ver el mundo y obtenerlo.
La emoción de enunciar un orden justo
cedía realidad al sonido y al tacto
y quedaba en los labios la certeza
de conocer en el sabor y el nombre.
Pero la certidumbre de una mirada limpia
es una ingenuidad no perdurable,
y el viento arrastra en ráfagas de crespones y agujas
el vicio de creer envuelto en polvo.
Y si tras de la luz esplendorosa
que pone en pie la vida en un haz de palmeras
el miedo de dormir cierra los cálices
susurrando promesas de una luz sucesiva,
el fulgor de la fe lento se orienta
al imán de la noche permanente
en la que tacto, imagen y sonido
flotan en la quietud de lo sinónimo,
sin temor de mortales travesías
ni los dones que otorga la torpeza
sino un fugaz vislumbre de medusas:
inconsistentes ecos reiterados
en un reino de paz y de pericia,
apagado jardín de la memoria
donde inertes se pudren sumergidos
los oropeles del conocimiento
y como resquebraja la alta torre
la solidez de su asentado peso,
de tan robusto, poderoso y grave
se quiebra y pulveriza el albedrío.
Así para las aves y la plácida
irrepetible pulcritud del junco
hay cada día olvido inaugural
en la renovación de la mañana:
quien hace oficio de nombrar el mundo
forja al fin un fervor erosionado
en la noche total definitiva.
Mira el breve minuto de la rosa – Guillermo Carnero
Mira el breve minuto de la rosa.
Antes de haberla visto sabías ya su nombre,
y ya los batintines de tu léxico
aturdían tus ojos -luego, al salir al aire, fuiste inmune
a lo que no animara en tu memoria
la falsa herida en que las cuatro letras
omiten esa mancha de color: la rosa tiembla, es tacto.
Si llegaste a advertir lo que no tiene nombre
regresas luego a dárselo, en él ver: un tallo mondo, nada;
cuando otra se repite y nace pura
careces de más vida, tus ojos no padecen agresión de la luz,
sólo una vez son nuevos.
Cenicienta – Guillermo Carnero
Esta dama ironiza
en las implicaciones de su beso.
Huella el patio de armas con el Príncipe Azul,
y al ingeniar fruición
lo escuchamos croar en su inquieto regazo.
Y si ella es portadora del hechizo,
¿dónde hallar escarpín para su zarpa?
Piero della Francesca – Guillermo Carnero
Con qué acuidad su gestuario
pone en fuga la luz, la verticalidad,
la insulación de las figuras vuelve dudoso el símbolo,
hace abstracción del aire, censura de la flora,
sucumben los jinetes
al vértigo del tacto con su brillo.
No hay llaga, sangre, hiel: no son premisa.
Dormición de la sarga, crucifixión del lino;
última instancia del dolor celeste
angustia de la esfera, de los troncos de cono.
La geometría de los cuerpos
y la vaga insistencia de su enunciado único:
no hay hiel, la multitud
no es síntoma del mal, no es un signo del daño.
Música para fuegos de artificio – Guillermo Carnero
Hace muy pocos años yo decía
palabras refulgentes como piedras preciosas
y veía rodar, como un milagro
abombado y azul, la gota tenue
por el cabello rubio hacia la espalda.
No eran palabras frágiles, prendidas al azar
de un evadido vuelo prescindible,
sino plenas y grávidas victorias
en las que ver el mundo y obtenerlo.
La emoción de enunciar un orden justo
cedía realidad al sonido y al tacto,
y quedaba en los labios la certeza
de conocer en el sabor y el nombre.
Pero la certidumbre de una mirada limpia
es una ingenuidad no perdurable,
y el viento arrastra en ráfagas de crespones y agujas
el vicio de creer envuelto en polvo.
Y si tras de la luz esplendorosa
que pone en pie la vida en un haz de palmeras
el miedo de dormir cierra los cálices
susurrando promesas de una luz sucesiva,
el fulgor de la fe lento se orienta
al imán de la noche permanente
en la que tacto, imagen y sonido
flotan en la quietud de lo sinónimo,
sin temor de mortales travesías
ni los dones que otorga la torpeza
sino un fugaz vislumbre de medusas:
inconsistentes ecos reiterados
en un reino de paz y de pericia,
apagado jardín de la memoria
donde inertes se pudren sumergidos
los oropeles del conocimiento,
y como resquebraja la alta torre
la solidez de su asentado peso,
de tan robusto, poderoso y grave
se quiebra y pulveriza el albedrío.
Así para las aves y la plácida
irrepetible pulcritud del junco
hay cada día olvido inaugural
en la renovación de la mañana:
quien hace oficio de nombrar el mundo
forja al fin un fervor erosionado
en la noche total definitiva.
El estudio del artista – Guillermo Carnero
Anónimo holandés.
Al fondo de la estancia tenebrosa
atestada de mapas y anaqueles,
de caballetes, bustos y cinceles
donde la araña teje sigilosa,
una figura pálida y borrosa,
rodeada de libros y papeles,
alza un compás y cruza dos pinceles
contemplando la noche silenciosa.
Una llama de vela mortecina
signa la oscuridad más que ilumina,
y descubre el temor y la torpeza,
la mueca de desprecio y extrañeza
con que asoma la estúpida cabeza
del mono que levanta la cortina.