Archivo de la etiqueta: Sylvia Plath

Canción de luna por la mañana – Sylvia Plath

Oh, luna ilusoria,
que encantas a los hombres
inoculando en sus venas
visiones de oropel,
los gallos levantan
a tu rival cacareando
para que se ría en tu cara
y eclipse ese óvalo
que nos impele a perder
la razón y a allegarnos
a este horizonte de fábula
y de capricho.
El alba rasgará
tu velo de plata
que hace creer al amado
que su amada es hermosa;
la luz de la lógica
nos hará ver que tu magia
disoluta nos enloquece:
ningún amable disfraz
resiste esa mirada
cuyo candor revela
que el amor es una esfera
que nos vuelve pálidos.
En los jardines sórdidos
los durmientes despiertan
mientras su dorado verdugo
aumenta el tormento;
los cuerpos sagrados
que se rinden a la noche
son aplastados por el
microscopio que lo estudia:
los hechos han hecho estallar
el marco del ángel,
y la cruda verdad ha retorcido
el radiante miembro.
El sol abrasador
brilla aterrorizado:
se zambulle en tu espejo
y se ahoga.

Destino de exiliados – Sylvia Plath

Ahora, al regresar de las catedrales abovedadas
De nuestros colosales sueños, llegamos a casa para hallar
Una majestuosa metrópolis de catacumbas
Erguida en los profundos pasadizos de nuestra mente.
Las verdes alamedas donde nos regocijábamos se han transformado
En la infernal guarida de unos peligros diabólicos;
La canción y los violines seráficos han enmudecido;
Cada tictac del reloj consagra la muerte de los extranjeros.
Mejor sería dar marcha atrás y reclamar el día
Antes de que caigamos deshechos, como ícaro;
Aquí no hay más que altares en ruina
Y palabras profanas garabateadas en negro en el sol.
Y, aun así, nos empeñamos en intentar partir la nuez
En la que yace encerrado el enigma de nuestra raza.

Prólogo a la primavera – Sylvia Plath

El paisaje invernal cuelga ahora en equilibrio,
Traspasado por la mirada azul, furiosa de la Gorgona;
Los patinadores se hielan en un cuadro de piedra.
El aire se vuelve cristalino y el cielo entero
Quebradizo como una taza de porcelana inclinada;
La colina y el valle se atiesan, hilera a hilera.
Cada hoja que cae, cae convertida en acero,
Arrugada como un helecho en este ambiente de cuarzo;
Un sosiego escultural mantiene el campo aquietado.
¿Qué contrahechizo podría deshacer el ardid
Que ha inmovilizado in situ esta estación
Y dejado en suspenso cuanto podría ocurrir?
Los lagos yacen encerrados en ataúdes de cristal pero,
Mientras nosotros nos preguntamos qué puede surgir del hielo,
Los pájaros que anuncian el verde irrumpen desde las rocas.

Soneto a Satán – Sylvia Plath

En la cámara oscura de tu ojo, la mente alunada
da un salto mortal hacia el falso eclipse:
los ángeles brillantes pierden la consciencia en la tierra
de la lógica, tras el obturador de sus impedimentos.

Ordenándole al cometa en espiral que arroje un chorro de tinta
para embadurnar el mundo con un remolino de brea,
nublas todos los rangos del cenit del orden
y ensombreces la fotografía radiante de dios.

Serpiente ascendiendo en espiral bajo esa luz opuesta,
invades las lentes dilatadas del génesis
para imprimir tu flameante imagen en la mancha de nacimiento

con caracteres que ningún canto de gallo puede borrar.
Oh, creador del orgulloso negativo del planeta,
oscurece el sol abrasador hasta que todos los relojes se paren.

Terminal – Sylvia Plath

Volviendo a casa desde las crédulas cúpulas azules,
el soñador refrena el despertar de su apetito
aterrorizado en la cosecha de las catacumbas
que surge de noche como una plaga de setas venenosas:
los refectorios en los que se deleitaba se han transformado
en una fonda de gusanos, cuchillas rapaces
que urden en el blanco útero del esqueleto
una podredumbre de lujosos brocados a modo de caviar.
Volviendo las tornas de este gourmet de ultratumba,
entra el diabólico mayordomo y le sirve como banquete
la dulcísimo carne de la obra maestra del infierno:
su propia novia pálida sobre una bandeja flameante:
adobada con elegías, la joven yace de cuerpo presente
aguardando a que él la consagre con su bendición.

Hombre de negro – Sylvia Plath

Reciben el ímpetu
Y se amamantan de la mar gris

A la izquierda y la ola
Abre su puño contra el elevado
Promontorio alambrado de púas

De la prisión de Deer Island
Con sus cuidados criaderos,
Corrales y pastos de ganado

A la derecha, el hielo de marzo
Abrillanta aún los pocitos en las peñas,
Acantilados de arenas penetrantes

Se levantan de un gran banco de piedra
Y tú, contra esas blancas piedras
Caminabas en tu órfica chaqueta

Negra, negros zapatos, cabello negro
Te detuviste allí,
Detenido vértice

En la punta lejana,
Afianzando piedras, aire,
Todo ello, al unísono.

Gigolo – Sylvia Plath

Reloj de bolsillo, bien tictaqueo.
Las calles, reptíleas rendijas,
a plomo, con huecos donde esconderse.
La mejor cita, un callejón sin salida,

un palacio de terciopelo
con ventanas de espejos.
Allí se está segura,
sin fotos familiares,

sin anillos nasales, sin gritos.
Relucientes anzuelos, sonrisas de mujeres
hambrean mi volumen
y yo, elegantona con mis calzas negras,

desmenuzo pechos como medusas.
Para nutrir
violonchélicos gemidos como huevos:
huevos y pescado, lo básico,

el calamar afrodisíaco.
Mi boca ríndese,
la boca de Cristo
cuando mi motor llegue a su fin.

El charloteo de mis articulaciones
doradas, mi forma de convertir
perras en pizzicatos argentinos
desenrolla una alfombra, un silencio.

Y no hay fin, no tiene fin.
Nunca envejeceré. Ostras nuevas
estriden en el mar y yo
reluzco como Fontainebleau

contenta,
toda la cascada un ojo
sobre cuya agua tiernamente
inclínome y véome.

Corneja negra en tiempo lluvioso – Sylvia Plath

En una rama tiesa allá arriba
se encorva una corneja negra, mojada
arreglando y desarreglando sus plumas bajo la lluvia.
No espero un milagro
ni accidente
que encienda la visión
en mis ojos, ni busco ya
designio alguno en lo inconstante del clima,
pero dejo que las hojas moteadas caigan como caen,
sin ceremonia ni portento.

Aunque en ocasiones, lo admito,
deseo alguna réplica
del cielo mudo, la verdad, no me puedo quejar:
cierta luz menor aún puede
brillar incandescente

desde la mesa o la silla de la cocina
como si de vez en cuando un ardor celestial
tomara posesión de los objetos más estúpidos —
santificando así un intervalo
de otro modo inconsecuente

confiriéndole grandeza, dignidad,
amor, podría decirse. De todos modos, ahora ando
con precaución (porque esto podría ocurrir
incluso en este paisaje ruinoso y opaco); escéptica
pero cauta, ignorando si

un ángel eligió destellar
de pronto a mi lado. Solo sé que una corneja
arreglando sus plumas negras puede brillar tanto
como para embargar mis sentidos, izar
mis párpados, y conceder

una breve tregua al miedo
de la total neutralidad. Con suerte,
si atravieso empecinada esta estación
de fatiga, podré
ensamblar un todo

con las partes. Los milagros ocurren,
si se tiene el cuidado de llamar milagros a esos
espasmódicos trucos de la luz. La espera ha vuelto a comenzar.
La larga espera del ángel,

de ese inusitado, aleatorio descenso.

Canción de la ramera – Sylvia Plath

Fundida ya la escarcha blanca,
Y desvalorizados todos los sueños verdes
Tras un día de escaso trabajo,
El tiempo recobra el sentido para esta sucia ramera:
Su mero rumor se apodera de nuestra calle
Hasta que todos los hombres,
Rojos, pálidos u oscuros,
Se giran a mirar su andar desgarbado.
Fíjate —me lamento—, esa boca
Atrajo la violencia sobre sí,
Esa cara cosida,
Torcida con un moretón, un golpe, una cicatriz
Por cada año de perros.
Por ahí no va ni un solo hombre
Capaz de ahorrar aliento
Para enmendar con una marca de amor la desagradable mueca
Que, saliendo de esa negra laguna, zanja y taza,
Busca algo en el interior de mis ojos
Más castos.