Nota biográfica – Gloria Fuertes

Gloria Fuertes nació en Madrid
a los dos días de edad,
pues fue muy laborioso el parto de mi madre
que si se descuida muere por vivirme.
A los tres años ya sabía leer
y a los seis ya sabía mis labores.
Yo era buena y delgada,
alta y algo enferma.

A los nueve años me pilló un carro
y a los catorce me pilló la guerra;
a los quince se murió mi madre, se fue cuando más falta me hacía.

Aprendí a regatear en las tiendas
y a ir a los pueblos por zanahorias.
Por entonces empecé con los amores
–no digo nombres–,
gracias a eso, pude sobrellevar mi juventud de barrio.

Quise ir a la guerra, para pararla,
pero me detuvieron a mitad del camino.
Luego me salió una oficina,
donde trabajo como si fuera tonta
–pero Dios y el botones saben que no lo soy–.

Escribo por las noches
y voy al campo mucho.
Todos los míos han muerto hace años
y estoy más sola que yo misma.

He publicado versos en todos los calendarios,
escribo en un periódico de niños,
y quiero comprarme a plazos una flor natural
como las que le dan a Pemán algunas veces.

Cabra sola – Gloria Fuertes

Hay quien dice que estoy como una cabra,
lo dicen, lo repiten, ya lo creo,
pero soy una cabra muy extraña
que lleva una medalla y siete cuernos.
¡Cabra! En vez de mala leche yo soy llanto.
¡Cabra! Por lo más peligroso me paseo.
¡Cabra! Me llevo bien con alimañas todas.
¡Cabra! Escribo en los tebeos.
Vivo sola. Cabra sola
—que no quise cabrito en compañía—,
cuando subo a lo alto de ese valle
siempre encuentro un lirio de alegría.
Y vivo por mi cuenta, cabra sola,
que yo a ningún rebaño pertenezco.
Si sufrir es estar como una cabra,
entonces si lo estoy, no dudar de ello. 

Isla ignorada – Gloria Fuertes

Soy como esa isla que ignorada,
late acunada por árboles jugosos,
en el centro de un mar
que no me entiende,
rodeada de nada,
—sola sólo—.
Hay aves en mi isla relucientes,
y pintadas por ángeles pintores,
hay fieras que me miran dulcemente,
y venenosas flores.
Hay arroyos poetas
y voces interiores
de volcanes dormidos.

Quizá haya algún tesoro
muy dentro de mi entraña.
¡Quién sabe si yo tengo
diamante en mi montaña,
o tan sólo un pequeño
pedazo de carbón!
Los árboles del bosque de mi isla,
sois vosotros mis versos.
¡Qué bien sonáis a veces
si el gran músico viento
os toca cuando viene el mar que me rodea!

A esta isla que soy, si alguien llega,
que se encuentre con algo, es mi deseo
—manantiales de versos encendidos
y cascadas de paz es lo que tengo—.
Un nombre que me sube por el alma
y no quiere que llore mis secretos
y soy tierra feliz —que tengo el arte
de ser dichosa y pobre al mismo tiempo—.

Para mí es un placer ser ignorada,
isla ignorada del océano eterno.

En el centro del mundo sin un libro
sé todo, porque vino un mensajero
y me dejó una cruz para la vida
—para la muerte me dejó un misterio—.

Don del desnudo – Jorge Riechmann

                    «Esto es ser hombre: horror a manos llenas»
                                                        Blas de Otero	               


Soñar. Mas las vedijas		
del sueño se tornan dura víbora		
del soñador dándose muerte a sí mismo.		

Reír. Pero la risa		
rauda se ordena en sistema de la nada		
(por decoro no hagamos		
con la zurrapa del hombre metafísica).		

Amar, únicamente amar.		
Contra el tubérculo ahíto de la muerte		
la dulce dignidad de tu desnudo.

Neso – Joan Vinyoli

Duele, desasosiega
saber que muere el que nació con llanto
de desesperación feliz porque una vez llegamos
a encontrarnos.

Tiempo después,
cuando uno a otro nos pusimos la camisa
de fuego, se nos pegó de tal modo
al cuerpo que no hubo forma
de arrancárnosla.

Lo digo con violencia
mal contenida mientras cae
con sordo estrépito, lejana, deshecha en polvo
la pira de nosotros.

El primer amor – Charles Bukowski

una vez
a los 14 años
los creadores me dieron
mi único atisbo de
esperanza

a mi padre no le gustaban
los libros y
a mi madre no le gustaban
los libros (porque a mi padre
no le gustaban los libros).
sobre todo los que traía
de la biblioteca:
D.H. Lawrence
Dostoyevski
Turguénev
Gorki
A. Hixley
Sinclair Lewis
otros.

dormía en mi cuarto
pero a las 8 de la noche
teníamos que acostarnos:
“a quien madruga,
Dios le ayuda”,
decía mi padre.

“¡A DORMIR!”, gritaba.

entonces metía la lámpara de la mesilla
debajo de las mantas
y con el calor de la luz oculta
seguía leyendo:
Ibsen
Shakespeare
Chéjov
Jeffers
Thurber
Conrad Aiken
otros.

me trasmitían esperanza
y emoción en un lugar si
esperanza ni emoción.

me lo tomaba en serio.
pasaba calor debajo de las mantas.
a veces la lámpara o las sábanas
humeaban, como si se
quemaran;
entonces apagaba la lámpara
y la sacaba fuera
para enfriarla.

sin esos libros
no sé muy bien
en qué me habría
convertido:
un colgado, asesino
de mi padre;
un imbécil, un retrasado;
un soso desesperanzado.

cuando mi padre gritaba
“¡A DORMIR!”
estoy seguro de que temía
las palabras bien escritas
que con delicadeza
y sensatez
surgían de
las mejores obras
literarias.

y allí estaban
a mi lado
debajo de las mantas
más femeninas que cualquier mujer
más masculinas que cualquier hombre.

lo tenía todo
y lo hice mío.

Manos – Lorenzo Oliván

Miras la palma abierta de tus manos.
¿Qué te dicen? ¿Realmente son tuyas?
¿No te interrogan al interrogarlas?
¿No te miran, extrañas, si las miras?
Mueves, mueven, un poco, tus, sus dedos
haciéndote no sabes qué señales,
como si pretendieran desvelar
sobre ti mismo algún oscuro enigma.
Hay en sus huellas más signos escritos
que en los libros del mundo. Te dan vértigo
sus trazos superpuestos, ese afán
por dar perfil a cosas imprecisas.
Qué tormentas calladas, qué relámpagos
quietos, qué seca lluvia, qué raíces
sin flor, qué blandas piedras, qué mirar
sin hondos ojos, qué simas sin simas.
¿Dónde te llevan? ¿Hacia qué lejano
tiempo de qué principio va tu mente?
¿A quién heriste, asesinaste, amaste
en qué otra piel? ¿De quién sois, manos mías?

Día y noche… – Louise Elisabeth Glück

Día y noche llegan
de la mano como un niño y una niña
que se detienen solo para comer moras de un plato
decorado con dibujos de aves.

Suben la alta montaña cubierta de hielo,
luego salen volando. Pero tú y yo
no hacemos esas cosas…

Subimos la misma montaña;
entono una oración para que el viento nos eleve
pero no sirve de nada;
tú escondes la cabeza para no
ver el final…

Hacia abajo, hacia abajo, hacia abajo, hacia abajo
es donde nos lleva el viento;

trato de consolarte
pero las palabras no son la solución;
te canto una canción como las que me cantaba mi madre…

Tienes los ojos cerrados. Adelantamos
al niño y a la niña que vimos al principio;
ahora están parados en un puente de madera;
a su espalda alcanzo a ver su casa:

qué rápido vais, nos gritan,
pero no, es el viento en los oídos
lo que escuchamos…

Y luego simplemente caemos…

Y el mundo pasa de largo,
todos los mundos, cada cual más hermoso;

te acaricio la mejilla para protegerte…

Elegía a un cesto de mimbre – Concha Lagos

Era un cesto de mimbre amarillo de tiempo.
Era un cesto oloroso curtido en su tarea,
crujiente de bonanza porque contuvo pan.

Era un cesto de siempre,
allí, sobre la boca de la tinaja inútil,
de la tinaja ocre, casi miel, casi tierra;
la tinaja deforme, panzuda, arrinconada
no sé por qué pecado.

Era un cesto de tardes con hora de merienda,
con tapas de alza y sube rústicamente aladas
y, en el puente del asa, una trenza de juncos.

Era un cesto con huellas de manos femeninas
y de manos de niños.
Era un cesto impregnado de aromas de despensa,
entre canela y nuez, entre pimienta y clavo.
Ese aroma de antes cuando todo era nuestro
por la casa y la sangre.

Cuando el aceite verde se doraba en la zafra,
cuando el vino más rojo y la más blanca harina,
cuando cristal de azúcar, como sal de los mares,
se quedaban al margen por lo inmenso y sencillo.
Sagradamente al margen por la despensa en paz.